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'No hay gordos en Botero, solo espacios anchos', Carlos Fuentes sobre obra del artista
Introducción del libro 'Botero, mujeres' (2003), del fallecido escritor mexicano Carlos Fuentes.
(Este texto fue cedido por Villegas Editores a EL TIEMPO y autorizado para su publicación con motivo del fallecimiento de Fernando Botero el 15 de septiembre de 2023).
Descubro con emoción y asombro –leyendo una entrevista suya– que Fernando Botero y yo tuvimos (por separado) nuestra primera erección (y el placer adolescente, impaciente, inmediato) viendo a la chica desnuda en un columpio en la revista norteamericana de los años cuarenta, Esquire.
Botero nos dice que nacemos desnudos y sólo nos vestimos amando muchas, muchísimas obras de arte
Libro Botero: Mujeres, de Carlos Fuentes 2003, publicado por Villegas Editores. Foto:David López. EL TIEMPO
Era una rubia desnuda columpiándose con la melena al viento, los brazos extendidos tanto para tomar las cuerdas como para ocultar los prohibidos (y prohibitivos) pezones. La cintura delectablemente bien formada. Las nalgas a medio camino entre la planicie gringa y la redondez latina. Las piernas, ellas sí, nórdicas, rubias más que blancas, larguísimas, tan largas y bellas como las de Cyd Charisse o Marlene Dietrich. Y por supuesto, el sexo puramente imaginado. Invisible. Con vello o sin él, ¿quién sabe? De la lisura abdominal de nuestra bella columpiadora descendía un misterio. Y esto era lo más excitante del dibujo. Había que imaginar el sexo de esa mujer.
El autor del dibujo se llamaba Petty y sus mujeres –las diosas desplegables de nuestros verdes años, primeras centerfolds de las primeras revistas “para hombres”– eran las “chicas Petty”, “the Petty girls”. Más tarde, el dibujante peruano Alberto Vargas, que se firmaba, a secas, “Varga”, vino a sustituir a Petty como ilustrador de Esquire e incluso usurpó la fama del primero. Nadie recuerda a Petty. Todos recuerdan a Varga. Había que ser gringo para asociar el nombre “Petty” al sustantivo “pet”, animal favorito o, figurativamente, persona mimada, así como al verbo “to pet”, que significa acariciar. A Vargas convertido en Varga sólo le faltaba, para un hispanohablante, un cambio de la primera vocal para otorgarle deseos masculinos al dibujo, olvidándonos de la broma del escritor mexicano Salvador Elizondo: Verga es el nombre de un novelista italiano de nombre impronunciable en castellano.
Me entero, digo, con asombro y recuerdo, digo, con deleite, esta incitación sexual común a Botero y a mí, dos latinoamericanos lectores (o mirones) de una revista de caballeros norteamericanos. Pudorosa revista, insinuante, literaria, simbolizada por un pequeño viejito verde de monóculo y frac, el propio Esquire o, cariñosamente, “Esky”. Como mi padre estaba suscrito a la revista y afectaba, diplomáticamente, una elegancia muy a tono con lo que se esperaba de un caballero de la época, en casa lo llamábamos “Esky”. Mi padre, mi “Esky”, fue una presencia constante en mi vida hasta más allá de mis cuarenta años. Botero, en cambio, perdió al suyo siendo niño. Lo vio poco. Era un agente viajero. La muerte de un viajante de los llanos, los ríos y las montañas de Colombia. Desaparecido al cabo, como Arturo Cova, en la vorágine devoradora del tiempo latinoamericano, que tan breve vida da a sus hombres muertos en guerras y revoluciones, fusilados con el puro entre los dientes, asesinados por la espalda, desaparecidos por órdenes de uno de esos generales sin mirada que pasan por los espacios pictóricos de Botero.
En cambio, las mujeres latinoamericanas duran. Duran y perduran. Viejas o jóvenes, ciegas o estrábicas, viudas o solteras, condenadas al luto de faldas negras o a la viudez prematura de quedarse “a vestir santos”, esperando eternamente al novio imaginario, como la señorita Wingfield de Tennessee Williams, o llorando eternamente, en una mansión arruinada, al novio perdido, como la Miss Havisham de Dickens: ocupan todo el espacio, el que dejó el padre muerto, el amante fugitivo, el hijo asesinado…
Las mujeres de Botero no son “gordas”. Son “espacio”. No son glotonas de dulces y pasteles. Tienen hambre de espacio. Como nuestra ilusoria chica del columpio adolescente, ocupan la totalidad del cuadro. Sólo que la chica de Esquire, sobre fondo blanco, sin distracción ilustrativa, era una metáfora lúdica del movimiento.
Fernando Botero, 1990, Nueva York, en la inauguración de su exposición en la Galería Marlboro de Manhattan. Foto:Archivo EL TIEMPO
Columpiándose, se divertía. Las mujeres de Botero no se mueven. Se están, como decían nuestras abuelas, sosegadas. Porque para Botero, la pintura no es movimiento. Es quietud.El espacio quieto. ¿Podría este ser subtítulo general a la obra de Botero? La insistencia, a estas alturas no sólo banal, sino falsa, del Botero que pinta gente “gorda”, pierde el sentido esencial de la obra del gran artista colombiano. No hay “gordos” en Botero. Hay espacios muy anchos. Hay amplitud espacial que convoca su propia plenitud. “Rápido, rápido, lléname mis cinco hoyos” proclamaba el título de una película porno sa de debatible aritmética que una noche divisamos –de lejos– el novelista español Juan Goytisolo y yo en la Plaza Clichy de París. Rápido, rápido, llena el espacio de mi tela vacía, le dice a Botero su cuadro. A esa exigencia de rapidez, el artista le responde con quietud que dirige nuestra mirada hacia el encuentro con la de Botero. La nuestra va de afuera hacia adentro. La del artista viene de adentro hacia fuera.
El espacio entre espectador y espectáculo, entre quien ve y lo que es visto, tiene un punto culminante, todos lo sabemos, en Las meninas de Velásquez. De Ortega a Foucault, la crítica moderna le ha otorgado a Velázquez la invitación participativa que la antigua crítica (la más antigua, empezando por Quevedo que sólo veía en Velázquez a un pintor de “manchas distantes”) siempre le negó, creyendo que se trataba de un simple “pintor de corte”. Cuando Botero retoma, como lo han hecho Picasso y Gironella, el tema de Las meninas, lo hace para introducirse personalmente en el cuadro. No es la suya una invitación al espectador –entra al cuadro– ni al pintor –sal del cuadro– sino una exigencia al artista Botero: introducirse personalmente, no en tanto espectador, sino en tanto pintor, en el espacio de Velázquez.
Digo que las mujeres de Botero son parte del hambre de espacio del pintor. Botero se reclama incesantemente como heredero de una tradición. Asume con valor algo que ocultan creadores y críticos de la América Latina (el enmascarado Mundus Novus, el Nuevo Mundo del carajo, la utopía bizca que quiere creerse original ab initio, la edad de oro que se revela tiempo de cobre –enseñar el cobre–, la tierra de la felicidad tantálica, siempre a la mano, nunca alcanzable) y ese algo es reconocerse deudores de una tradición. Asumir plenamente la tradición. Saber que no hay creación sin tradición –como tampoco hay tradición sin creación–.
Las mujeres de Botero se redimen a sí mismas
No hay artista de alto rango –y el de Botero es altísimo– que no reconozca a sus padres. La alternativa es la orfandad. Botero hace explícitas sus genealogías. Sabe de dónde viene porque sabe a dónde va. El arte, dice, debe saturarse de influencias. Lo que aparece al final es su propio yo. Pero ese yo no es huérfano. En el caso de Botero, los padres se llaman Masaccio, Giotto, Piero, Uccello, el Quattrocento italiano. Se ha cansado de decirlo y vale la pena subrayarlo aquí. El Masaccio de Botero ya posee la inmensidad desde su propio nombre (Masaccio: El Grandote Fuerte) y desde su inmensa renovación: es el artista que, asumiéndolo, deja atrás el arte gótico –sacramental– para narrar la tradición de manera nueva gracias al empleo de espacio y luces. El Giotto de Botero abandona al Dios despojado de tiempo y espacio (el icono bizantino, el pankreator) y dota de imaginación al nuevo arte postgótico. Todo puede contarse de nuevo de manera distinta sólida, imaginaria y apasionada. Con razón, descendiente de Giotto y Masaccio, Botero afirma que en arte, más que evolución, hay convicción y afirmación.
De Uccello aprende Botero que geometría es serenidad y de Piero Della sca –muerto en 1492, con el “descubrimiento de América”– que el pintor organiza espacios. Aprende la majestad de los horizontes bajos. Sabe que Della sca pinta los primeros paisajes no imaginarios sólo para crear espacios en o con la realidad, es decir, fuera del fondo abstracto del Dios de Bizancio, que no ite mundo fuera de sí. Mas gracias a Piero y fuera de él tanto como Piero está fuera de los iconos de Rubliov.
Botero adapta el volumen sin perspectivas, sin necesidad de sombras (como nuestra pin-up de la revista Esquire) a fin de revelar su propia, personalísima exaltación de alma receptiva.
Descubre en el Quattrocento italiano esa pintura que existe antes de que llegue el color a revelarla. Aprende un secreto, esencial para apreciar el arte de Botero: el gran arte siempre presenta opciones porque penetra “hasta los límites del ser”. El abanico de libertades artísticas no es caprichoso. Es revelador de quiénes somos y exigentes con quien debemos –o queremos– ser.
Fernando Botero en exposición en agosto de 1982. Foto:Archivo EL TIEMPO
La casa de Botero tiene muchas ventanas y una sola puerta. No la puerta estrecha de la Biblia, sino un portón para dar el ancho, es decir, para dar entrada al mundo que siempre está tocando (en la vida personal, magnificada en la artística) con los nudillos a nuestra puerta, pidiendo posada. Hay, pues, un afuera y un adentro en la pintura de Botero. Hay una "realidad" pidiendo entrada en su mundo, solicitando albergue.
En este libro, son las mujeres de Botero las que dan entrada o prohíben. No son, repito, “gordas”. Son mujeres-espacio, guardianas celosas de entradas y salidas, que trascienden su propia descripción. Poseen la llave del espacio por donde se penetra de afuera hacia adentro. Y siendo tan grande ese espacio, qué pequeña es la puerta de entrada, el , esos coñitos diminutos con que Botero nos dice que la entrada no es gratuita y que el precio es el amor, el respeto, la distinción, la aceptación de la mujer como personalidad compatible sólo si antes es personalidad propia.
Hablamos aquí, porque nos lo exige este libro, de las mujeres de Botero. ¿Cómo mirarlas y irarlas sin saber todo lo que su volumen y espacio ocultan o, mejor dicho, presuponen? Todo libro de arte pictórico dedicado, como este, a la mujer, no puede dejar de lado la profunda misoginia que ha marcado, abiertamente, desde la Antigüedad, hipócritamente hasta nuestros días, el concepto masculino de la femineidad. Más allá de sexo o gestación, la mujer, desde Grecia, es vista, por Aristóteles, como “una deformidad que ocurre en el ordinario fluir de lo natural”. Y Orestes no duda en proclamarse sólo hijo de su padre, jamás de su madre.
Eva y María, las dos mujeres de la Biblia, se encuentran escondidas detrás de los sabios y generosos espacios de Botero. Ocultas, pero allí están. Reclinadas, de barriga, impúdicas, en bicicleta, sobredecoradas, matronas, modelos, solas, en compañía de otras mujeres, hispanizadas, mariantonietizadas y marionetas, dormidas y despiertas, infantas y fregonas, en el bosque o en la alcoba, púberes o impúberes, monalisas o changas resbalosas (diría Cantinflas), sucias o bañadas, eurorraptadas o autosecuestradas, con moños y con mañas, todas son “las mujeres del Libro”, es decir, “bíblicas” en cuanto los modelos occidentales (europeos y de ese “extremo occidente” que es la América Latina) portan las estigmatas dobles de la impureza y de la purísima. Son Eva. Son María ¿Quién es Eva? En ella ha depositado la cultura bíblica, como en el fondo de un basurero, todos los males y perjuicios de la humanidad.
La inspiración de Fernando Botero Foto:Shutterstock
Fernando Botero nos ofrece en este libro una especie de 'pélégrinage à la morte' a través de la trayectoria en el espacio y la afirmación en el volumen
Es la responsable de la Caída. Es la tentadora de los boleros (“Vende caro tu amor, aventurera”). Es, para Tertuliano, la puerta del demonio, la seductora enviada por el Diablo, es la culpable eterna: “Cada mujer es Eva, ¿no lo sabéis?”. Comparada por el Padre de la Iglesia a un “albañal”, Eva es condenada a las sanciones del pecado sexual, a los dolores del parto y a la gestación de una humanidad que ya no se asemeja a Dios: niñas ciegas, sordas, deformes, poseídas de locura satánica. Son las hijas de Eva: hasta las sanas, dice San Agustín, nacen ignorantes e irracionales. Y añade el santo de Hipona: Adán y Eva cambiaron la forma del universo corrompiendo sus naturalezas y la naturaleza en general. La mujer, añade, hereda de Eva, más que la fertilidad, el pecado, pues convierte incluso la fertilidad en pecado.
La redención de la mujer se llamará María, la virgen sin pecado concebida y que concibe, ella misma, sin pecado. Impregnada por la luz del Espíritu Santo que penetra su vagina como la luz pasa por un espejo, María se sitúa a medio camino en la hiperdulia. Es decir, entre la adoración –la “latría”– debida a Jesús y la veneración –la “dulia”– ofrecida a los santos. Nacer de virgen, sin embargo, no es una novedad cultural propia del cristianismo. Obedece a una tradición mediterránea explícita en Platón, Pitágoras, Alejandro Magno y Simón Mago, “hijo del espíritu”. Lo que llama la atención en los Evangelios es la escasa atención que Jesús le presta a María. Madre e hijo sólo se dirigen la palabra dos veces (si la aritmética no me falla). Una, con los doctores en el Templo. Otra, en las bodas de Canán. María advierte que no hay vino en los odres, Jesús la regaña: “Mujer, ¿qué tengo que ver contigo? Mi hora aún no llega”. María se somete: “Hagan lo que Él les diga”.
La madre del Mesías reaparece y permanecerá para siempre al pie de la cruz. La hora de ambos ha llegado, Mater Dolorosa, o con su hijo muerto en el regazo. El arte escultórico de Miguel Ángel vence toda historicidad. La escasez de referencias desaparece ante la eternidad de La Piedad. ¿Y después? Las leyendas proliferan. José sólo toma a María como su mujer –le roba la virginidad– una vez que María ha dado a luz a Cristo. Los Evangelistas hablan de hermanos y hermanas de Jesús. ¿Fueron producto del primer matrimonio de José? Santiago, desde luego, recibe trato constante y preferente de “hermano del Señor”. Pura especulación. El culto mariano es tardío. Es San Ambrosio, en el siglo IV d. C., quien la eleva a la categoría de “siempre Virgen”. La doctrina de la Inmaculada Concepción es propuesta por el teólogo escocés Duns Scoto en el siglo XIII y ratificada por el pontífice Pío Nono apenas en 1854. Entretanto, el culto de María se expande como llamarada celestial en llano seco por toda la América indígena, despojada de sus antiguas diosas (la Tonantzin mexicana, la Yemavá caribeña) encuentra en María el amparo maternal que la Conquista le arrebató, esclavizando, prostituyendo, amancebando, y finalmente pariendo un continente mestizo o “impuro”. La pureza recobrada se llama Guadalupe en México, Caridad del Cobre en Cuba, Coromoto en Venezuela y, notablemente, la Santa Bárbara patrona de las pólvoras cristianas, se transforma en el Xangó afrocubano.
Fernando Botero. La carta 2018. Óleo sobre lienzo. Galería El Museo Foto:Fernando Botero. Cortesía Galería El Museo
Botero nos guiña el ojo para darle a sus mujeres, si no castidad, sí casticismo.
Las mujeres de Botero no son ni Eva la perdida ni María la inmaculada. Son, en cierto modo –original, inquietante– una Eva redimida y una María degradada. Pero ni la redención ni la degradación dan cuenta del carácter rebelde de las mujeres de Botero, pues estas son parte del imaginario gnóstico. No es preciso situar a Botero y sus mujeres en un harén religioso. Y sin embargo, no puedo dejar de ver en ellas la respuesta gnóstica a la misoginia ortodoxa de un San Agustín o un Santo Tomás. El gnosticismo parte de una concepción de que los seres humanos hemos recibido, como trasunto de la creación, el conocimiento gracias al cual somos, espiritualmente, redimibles. La “gnosis” salva de la Caída a hombres y mujeres por igual –a Adán y a Eva– y atribuye a esta una “dualidad” que permitía a las mujeres mantener posiciones de privilegio dentro del orden cátaro, ser consideradas “perfectas” y regir la educación de niños adoctrinados en la "herejía" para llegar al estado ideal del consolamentum, o sea la reunión de cuerpo y alma divididos por Satanás y la Caída.
De esta manera, los “herejes” cátaros (albigenses en Francia) otorgan a la mujer una dualidad que les permite ocupar sitios de privilegio en un orden, sin embargo, elitista aunque más amplio que el de la prohibición, determinada por el concilio de Nicea, de que las mujeres aspiren al sacerdocio.
Un cuadro de Botero surge de forma y color no sólo interiores sino anteriores al cuadro
Conviene recordar, de todos modos, que en el cristianismo primitivo la mujer fue guía y promotora esencial de una fe que proclamaba la santidad del matrimonio así como la igualdad de hombres y mujeres a los ojos de Dios. De allí que, incluso en la Roma imperial y decadente, fuesen mujeres de la aristocracia quienes promovieron la fe cristiana. Sin embargo, ni la cultura del alto medioevo, ni siquiera la renacentista, dejan de subrayar el lado negativo de la Eva Eterna. Para Dante, la mujer es pasiva en tanto que el hombre representa la virtud activa. Para Maquiavelo, la mujer encarna la fortuna, caprichosa, variable, digna, como toda mujer, de ser tratada a palos y con desconfianza extrema. Con razón Marieta Corsini, la mujer de Maquiavelo, se quejaba de la misoginia de un marido que le había arrebatado "la virginidad y la fortuna”
Tales son —Eva y María— las modelos antiguas, los prototipos de la mujeres de Botero —si no se colara entre la puta y la virgen la imagen ideal, tentadora y casta a la vez, de otro gran modelo boteriano. La Dánae de Ticiano en el Prado de Madrid, desnuda, encerrada en torre de bronce por un marido demasiado precavido, visitada en su cárcel por el mismísimo Zeus y bañada por el dios con una lluvia de oro que dio origen al hijo de ambos. Perseo, el héroe que evitó la mirada de la Medusa y así pudo cortarle la cabeza.
Miramos el sereno cuadro de la Dánae, preferido de Botero, y retornamos sin falta a la multitud de rasgos atribuidos a las mujeres que no son ni chicas Petty ni ninfas de Ticiano.
Manolas y toreras. Botero nos guiña el ojo para darle a sus mujeres, si no castidad, sí casticismo. Lo castizo, según Unamuno, no es ajeno a una cierta idea de "la tradición". Hay que buscar la tradición en el presente. La historia del pasado sólo sirve en cuanto nos lleva a la revelación del presente. Lejos de preservar una identidad aislada y perecedera, el casticismo unamuniano quiere romper "el aislamiento tibetano" de España (y por extensión, de la América Española). España, nos dice el filósofo de Salamanca, aún está por descubrir y sólo los españoles europeizados la descubrirán.
El ruido de la pandereta, del guitarrón, de las maracas, es a lo más, una distracción folclórica. Quizás la "castidad" de una pintura de Botero equivalga a su silencio. No hay ruido en sus cuadros. Tampoco hay movimiento. Hay quietud. Silencio y reposo indispensables para que podamos observar sin prisa ni distracción los volúmenes que centran la atención de un cuadro de Botero. Nada distrae de esta empresa: Botero expulsa la sombra. No deja que penetre ninguna luz exterior al cuadro. La luz exterior, nos dice el artista, es anti-pictórica. Un cuadro de Botero surge de forma y color no sólo interiores sino anteriores al cuadro. Este, me atrevo a pensar, es su secreto; su maravilloso, insondable misterio: Botero nos entrega la pintura que existe antes de que llegue el color a revelarla.
Libro Botero: Mujeres - Carlos Fuentes 2003. Villegas Editores. Foto:David López. EL TIEMPO
En este punto, el artista colombiano, acaso, se aparta del célebre dictum de Leonardo, la pintura es cosa mental. No, comenta Botero. ¿Para qué pintar lo que ya tengo en la cabeza? Esto ya lo vi. Lo que quiero es descubrir.
Empero, Botero, ya lo indiqué más arriba, es un devoto de la tradición. Para una mirada superficial, habría una contradicción entre este profundo apego a la tradición y un descubrimiento o invención pictóricos. No hay tal. El descubrimiento al que se refiere Botero incluye el de la tradición. ¿Cuántas veces —la mayoría— no damos por concluida la visión de un cuadro famoso?La Gioconda se nos convierte en un cliché, digno tan sólo de ilustrar cajetillas de fósforos, calendario o, gloria de glorias, tarjetas postales. Devolverle su novedad a la Mona Lisa se convierte entonces en empresa tan ardua como indispensable.
Hay muchos caminos para ello. Doy un ejemplo chusco. En la comedia mexicana (cartones, chistes de película) la famosa mujer de Leonardo pasa de ser el lejano aunque incesante icono, Mona Lisa, a una coloquial "changa resbalosa", cantinflismo que se refiere a una mujer (changa, changuita, en el argot de la ciudad de México, tan pródiga en aventuras verbales) que a su vez nos remite a una sexualidad más mítica, de Mona Lisa a mono liso, es decir, un sexo femenino suave, terso, el mons veneris que asocia la sexualidad de la mujer a la diosa Venus, antiquísimo nombre latino que significaba, naturalmente, "encanto" o "belleza", pero que trasciende su hermosura estática en una elevación a la categoría que, incluyendo el placer, lo asocia a la creación: Venus Genitrix, madre universal, creadora de cuanto vive y tema del gran poema anónimo de la latinidad, el Pervigilium Veneris, la vigilia de Venus, punteado por el refrán Cras amet qui nunquam amavit quinque amavi cras amer ("Amará mañana aquel que nunca ha amado, y el amante amará mañana").
El amor mañana quizás sea el amor al mañana y en este verdadero "tránsito de Venus" quisiera yo colocar a las mujeres de Botero, objeto de un transporte evocativo que el pintor no se atrevería a negar, puesto que en este punto la creación como Botero la concibe y el cuadro en cuanto creación jamás concluida, coinciden espectacularmente.
El secreto, insisto, es el imperio del volumen dentro del espacio otorgado al artista
Podemos hacer un índice temático de "las mujeres de Botero pero a ninguna podríamos asignar un lugar fijo, inamovible, por más bromas que juegue el artista vistiéndolas con los ropajes de María Antonieta, la que perdió la cabeza; o la monja Doña Inés, que le impidió a Don Juan perder la suya en el infierno; o la infanta de Las Meninas, expulsando de su cuadro a todo el gran teatro del mundo de Velásquez; o la Mona Lisa con sonrisa de satisfacción glotona como si el enigma de sus labios fuese sólo un par de mejillas mascando caramelo; o la bailarina de un Degas hambriento de espacios mayores que los concedidos a las petits rats en el escenario de l'Opera; o el perfil de una matrona de Piero della sca mirando, como su modelo, fuera de cuadro al mundo más allá del encuadre sagrado, icónico; o las múltiples Shirley Temples, las niñas a punto de bailar tap o embarcarse en el Good ship Lollypop, con otra niña, muñeca, entre las manos; o, también, la Europa desnuda que huye del cuadro a lomo de toro, para desembocar por la puerta de toriles a ese redondel nostálgico del torero que quiso ser Botero, donde finalmente la Mona Lisa es aguardada por el mono sabio y se viste de matador, para bailar, o de flamenca, para matar. "Por las gradas sube Ignacio/ con toda su muerte a cuestas.../ ¡Qué gran torero en la plaza... / ...con las últimas banderillas de tiniebla!"; al tiempo que "La Lola canta saetas., "Ay, petenera gitana"... Son las bailaoras “paralizadas por la luna”.
Fernando Botero. Mona lisa 1978. Óleo sobre tela. Pintura. Foto:Fernando Botero. Banco de la República.
A veces, escribiendo este breve ensayo, desfallezco. No sé si me quedan fuerzas para evocar la inmensidad del universo de Botero. ¿Qué me falta decir? Subrayar, quizás, la importancia omnipresente de los volúmenes. Ya decía que de Uccello, Botero aprendió la serenidad de la geometría. Al mismo tiempo, los cuadros de los Uffizi no son sólo grandiosos. Son monumentales. Yo creo que este desafío el volumen —como monumentalidad— indujo a Botero, a contrario sensu y fiel a su consigna de ir de adentro hacia fuera, a ceñir una monumentalidad estrecha, restringida, pero que sólo podía decirse mediante la expansión del volumen dentro de telas relativamente pequeñas. El secreto, insisto, es el imperio del volumen dentro del espacio otorgado al artista.
Pero en Arezzo, Piero, maestro también de Botero, asocia el espacio al intervalo. Los perfiles de Piero, mirando a otra parte, a un ailleurs invisible, no son tan sólo prototipos del misterio de la mirada del pintor asociado al misterio de la mirada del destino humano. Cumplen, también, la función artística de dilatar la forma misma, de sacarla a la luz. Por eso se llama creación al arte y creador al artista. Del fiat lux bíblico al "luz, más luz" atribuido al Goethe agónico, hay en el arte una victoria sobre la oscuridad. Dante inicia su canto en medio de una selva oscura y ¿qué es la Commedia sino un largo e intenso peregrinar hacia la luz prometida? Luz del amor, "che move il sole e l'altre stelle".
Pero hay otra luz maldita, oscura, indeseada, que le da un doblez inquietante, satánico, a toda creación. Lo resume la exclamación terrible del Adán de Milton en El paraíso perdido,
Did I request thee, Maker,
From my clay
To mould me man?
Did I solicit thee
From darkness to promote me?
(¿Acaso te solicité, Creador,
que de mi arcilla
me hicieras hombre?
¿Te pedí acaso
que de la oscuridad me promovieras?)
La promoción de la oscuridad. Hacer visible la oscuridad: Darkness visible se titula un emocionante libro del gran autor norteamericano William Styron, citando a Milton. Para ir a John Donne ¿hay estanza más conmovedora para decir el deceso de una joven mujer cuya muerte "siendo un triunfo de la muerte", significa que, ahora, la muerte ya no tendrá nada más que matar...
Pues yo no puedo mirar a las mujeres de Botero sin mirar el rostro de su muerte. No es este un capricho o rasgo latinoamericano o español, sino tan universal como el esperanzado lamento de Done. Toda belleza perecerá. Pausando el paso de la belleza a la muerte, Fernando Botero nos ofrece en este libro una especie de pélégrinage à la morte a través de la trayectoria en el espacio y la afirmación en el volumen -pasajeras ambas- de viejas o jóvenes, desnudas o vestidas, solas o abandonadas, gozosas o melancólicas. Todas serán redimidas por esa secreta elegía de Andrew Marvell, oculta entre las carnes, las ropas, los lechos y cortinas de Botero, que nos exige -el poeta inglés-cien años para adorar los ojos y la frente de la mujer, doscientos para cada seno y treinta mil para todo lo demás…
Mujer Reclinada, escultura de Fernando Botero Foto:Archivo particular
¿No es esta la victoria sobre las condenas bíblicas y las misoginias eternas? ¿No nos liberan las mujeres de Botero, con su contundente, innegable, abarcante presencia, del asco de San Agustín hacia un ser sujeto a "la menstruación de las bestias, a la orina y el parto"? ¿No nos libera de los ascos de San Juan Crisóstomo, para quien la belleza es incompatible con los males femeninos de “la flema, la sangre, la bilis…”? ¿Son éstas, las de Botero, las mujeres de San Juan Eudes, humilladas madres de los hijos de Adán, portadoras del enemigo de Dios, "objeto del odio y maldición divinos, altares del demonio"?
Las mujeres de Botero se redimen a sí mismas, gracias a los trazos sin misericordia del pintor, de esta catarata de maldiciones arrojadas por los hombres sobre sus hijas, esposas, amantes y madres. Porque el espacio de Botero es el no-yo que protege el yo de sus mujeres, el espacio de la intimidad en el que ocurren estas exhibiciones, desplantes y reflejos que nadie ve. Las mujeres de Botero se miran. No se saben miradas. Pero exigen nuestra mirada renovada. A pesar de todo, así somos, así amamos, así nos deben aceptar. Y si no lo hacen, jamás se abrirán para ustedes, machos, las únicas puertas del cielo, que son las puertas de la tierra.
Hambre de la mancha, el patch —también en esto velazqueño— Botero nos dice que nacemos desnudos y sólo nos vestimos amando muchas, muchísimas obras de arte. Su técnica, bien vista, es velazqueña en que sólo obtiene un conjunto reconocible gracias a las superposiciones y añadiduras de lo irreconocible: las manchas. Artista, pues, de eso que he llamado el territorio de La Mancha, país común. manchado y manchego, del gran mestizaje hispano, indoeuropeo, afroeuropeo, hebreo y árabe, romano y griego. Botero no escapa al tiempo, no escapa a la tradición. Los exalta a ambos para que coadyuven a la creación de ese territorio manchado donde viven los mundos contiguos, donde se pueden cambiar realidades viejas por nuevas, donde una loca camina en silencio por los techos de la casa, con nombre de mujer: la imaginación.
***
Texto cedido a EL TIEMPO por Villegas Editores que publicó el libro en 2003. En inglés la editorial fue Rizzoli International Publications Inc., Nueva York (EE. UU.).