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La vida después de la tragedia de Tasajera

Document

LAS HERIDAS ABIERTAS DE

TASAJERA



La vida después de la tragedia

Conozca cada una de las historias de sobrevivencia haciendo clic en las fotografías

Por Diana Ravelo Méndez

Enviada especial de EL TIEMPO

Óscar de Jesús
Franco Ballesteros

24 años

Jorge Orozco

28 años

Eduardo Luis
García

29 años

Lorena de la Rosa

19 años

Deluber Robles

25 años

Wilmer Enrique
Garizabal Niebles

36 años

Anderson de Jesús
Castillo González

18 años

Elías Ariza

21 años

Elkin de Jesús
Caguana

28 años

Ríchard Alexánder
Gutiérrez

24 años

Raúl José
Ortiz Ariza

58 años

Daniel Benítez

21 años

Tomás Durán
Barrios

32 años

Óscar de Jesús
Franco

24 años

Ahora mismo, yo en las heridas no me aplico nada porque no tengo nada; para la cara me mandaron un Cicatricure, pero eso acá es un lujo.

- Si se volcara un camión cisterna en este momento, ¿qué haría?

- No ir para allá, ya sé que no tengo nada que ir a buscar en esos casos.

Al ver a Óscar Franco trabajar desde lejos se percibe algo opaco en su rostro, sus brazos, los dedos, las muñecas y nudillos. Bien podría ser efecto de la grasa que suele acumularse en su cuerpo durante las jornadas de trabajo en la ‘llantería’ que queda cerca del peaje de Tasajera. Pero al acercarse a él, la imagen nítida de su figura es reveladora. La aspereza, la textura irregular y el grosor de su piel en varias zonas evidencian las quemaduras que por poco lo matan aquel 6 de julio del 2020. “En esta mano, la izquierda, las quemaduras aún están vivas. Me duele muchísimo. Pese a eso, a uno le toca trabajar. Suave, con calmita, pero como se pueda, para que la familia logre comer”, responde cuando se le pregunta la razón por la que se expone al sol pese a las recomendaciones médicas.

Óscar les debe mucho a sus manos. Desde muy pequeño encontró en ellas la fuerza y destreza perfectas para trabajar como carpintero y luego de mecánico, oficio que desempeña actualmente atendiendo los carros, motos y camiones que pasan por la troncal del Caribe.

Fue precisamente un lunes, a eso de las seis, ya cerca de terminar el turno de madrugada, cuando algunas personas que iban en carros y motos empezaron a pasar frente a su puesto de trabajo gritando que al parecer un camión se había volcado. Movido por la curiosidad y la necesidad se subió junto con uno de sus sobrinos en una moto para ver de primera mano lo que sucedía.

Se acercó al camión y este explotó. Óscar quedó envuelto en llamas. La espalda, las manos, los antebrazos, la cara, las ‘batatas’ (pantorrillas), los tobillos; todo eso se le prendió. “Sentí el fogaje y corrí. Mi hermano me agarró, me montó en una moto y nos fuimos quemados juntos hasta la ‘llantería’. Todos ese día intentamos salvarnos y ayudar a otros por nuestros propios medios”.

Óscar de Jesús
Franco

Luego empezó la batalla con la muerte. Una pesadilla que solo recuerda hasta el momento en que lo metieron a cirugía. Días después, al abrir los ojos, se enteró de que lo habían trasladado a Bogotá y que sobrevivió a varios infartos.

Duró en la capital un mes, tiempo en el que experimentó privilegios que no había tenido en toda una vida: lo llevaron a un hotel con todo pago y le facilitaron un carro privado para su regreso a Tasajera. Después, su historia quedó en el olvido. Le formularon unas medicinas que la EPS nunca le entregó, a pesar de que se trataba de un caso de gravedad. Las cremas que le prescribieron para la cara tampoco se las entregaron, y su costo representaba lo de varios meses de alimentación de su familia. Aún guarda la historia clínica y las fórmulas, aunque sabe que ya son papeles que no le sirven de nada.

Un mes después de regresar al corregimiento, con la piel aún sin sanar, volvió a trabajar. Expuesto a una bacteria, temblando y dando tumbos al caminar, regresó a su labor entre humo, grasa y herramientas. Nuevamente, sus manos han sido sus aliadas para salir adelante, aunque ahora trabajar con ellas ya no es como antes. Actividades como el cambio de una llanta o un cambio de aceite puede significarle riesgo y dolor.

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Jorge Orozco

28 años

Ese día perdí a mis compadres, a mis amigos, con cada paso hacia ese lugar llega un recuerdo nuevo que pesa.

- ¿Usted ha vuelto a pasar por la zona del accidente?

- Todavía no me han dado los pies para ir, vienen muchos recuerdos a mi mente.

La sensación de tener el agua del mar todos los días en su cuerpo o las risas y los juegos entre los plásticos y los restos de todo tipo de objetos que habitan la ciénaga. Sí hay un recuerdo bonito que Jorge Orozco atesora: cuando podía jugar libremente con sus amigos de infancia en el agua.

Su último baño de mar fue el 6 de julio del 2020 en horas de la mañana. Ese día estaba, desde temprano, vendiendo gaseosas en el peaje. La pandemia era inclemente; la desesperación, inevitable, y el hambre azotaba fuerte su hogar. No fue sino ver a la multitud salir en desbandada para que él tomara su cajita de gaseosas con un brazo y un tanque pequeño en el otro. Y junto con seis de sus compañeros de jornada se aventaron a ver si lograban ‘alguito’ de gasolina.

En su mente, de ese día tiene un mosaico de recuerdos: el primero es de una montonera alrededor del camión y un pelado tratando de zafar la batería del auto. Otro, de sí mismo, agachado, abriendo la pimpina (la alcanzó a llenar). Luego, el de su cuerpo encendido por la desafiante candela que lo quemaba y otro de las personas cayendo como ceniza frente a él mientras corría cuesta arriba, prendido, sin mirar hacia atrás, para evitar achicharrar su cara. “Si intentaba bajar la mirada para verme, me quemaba; entonces, solo corrí buscando ayuda mientras me intentaba apagar con las manos. Le debo la vida al hombre de una ambulancia que me apagó las piernas con un extinguidor”.

Jorge
Orozco

Por la gravedad de las heridas fue remitido al Hospital Simón Bolívar, de Bogotá. Iba lo suficientemente consciente para recordar que viajó en avión. ¡Vaya ironía!, tanto anhelar eso para terminar haciéndolo en medio de una tragedia de ese calibre. Al llegar a la capital lo intubaron y, según le dicen, le dieron tres infartos. Duró cinco meses en la clínica luchando por su vida. Aún le duele pensar que de los seis que salieron del peaje a la zona del accidente, solo quedó él. Razón por la que no se ha atrevido a pisar el campo santo en honor a los fallecidos del accidente. Como si los problemas se llamaran entre sí, en el momento en el que volvió a Tasajera las deudas se le convirtieron en un monstruo del que aún no logra librarse.

Jorge ahora vive como los murciélagos: haciendo su vida entre las sombras y esperando que caiga la tarde para salir a trabajar en lo que pueda. Algunas veces se arriesga a recibir algo de sol, pero las heridas le pican y se le pegan a la ropa hasta que se vuelve una situación desesperante. A eso se suma la voz del médico que le dijo que se cuidara porque le podía dar cáncer de piel, que intentara tener un ventilador y se aplicara unas cremas que hasta el sol de hoy no ha podido comprar (lo que vale una es el equivalente a lo que necesita para mantener a su esposa y dos hijas durante un mes).

Dice que con tener una cremita de esas que le formularon estaría agradecido; pero más que eso, sueña con tener un puesto de trabajo, ser el celador de un colegio o algo que le permita sentirse productivo.

*A los días de terminar esta entrevista, Jorge Orozco, junto con otros sobrevivientes, decidieron enfrentarse al dolor y regresar a la zona de la tragedia. El momento quedó registrado en este video.

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Eduardo Luis García

29 años

Nadie se imagina el dolor de esos lavados; mientras me raspaban la piel, me echaban como un suero que me hizo ver de todo. Aún me eriza pensar en eso.

- ¿Tiene alguna escena de ese día en su cabeza?

- Recuerdo siempre la cara de angustia de los pelados, como corrían prendidos pidiendo auxilio.

El tapabocas se le prendió y esa figura le quedó marcada en el rostro como un tatuaje. Elemento que paradójicamente se relaciona de manera directa con el motivo por el que tuvo que dejar su trabajo como celador de un centro comercial en Bogotá: la pandemia.

Ante los abruptos cambios en el país a causa de las medidas tomadas para hacer frente al coronavirus, a Eduardo García las cuentas ya no le daban. El sueldo no le alcanzaba, pues debía enviar plata a su mamá en Tasajera, para la alimentación de todos en su familia, para pagar el arriendo y los servicios y tener lo del transporte.

Con la ilusión de bajar gastos, cuidar de su madre —que empezó a enfermar— y lograr que un primo que es coordinador en seguridad pudiera ayudarle a conseguir trabajo, armó maletas y volvió con su familia a su tierra natal. Pero con el paso de los días no logró ningún trabajo y volvió a ejercer como vendedor ambulante.

El día de la tragedia acababa de llegar al peaje cuando le avisaron del accidente. En cuestión de minutos estaba allí, entre la multitud buscando algún conocido que le facilitara una pimpina. “Me encontré a mi hermano y le pedí una para llenar. No alcanzamos a tener lista la primera cuando salió el fogonazo. A mí me alcanzó a agarrar un poquito, mi hermano se quemó más”.

Gritos por todo lado, pedidos de auxilio; el desespero se sentía en la calentura de la piel, pero también en el corazón ante la incapacidad de poder salvar a quienes se acercaban rogando que no los dejaran morir. Socorrer a otros era una tarea titánica y Eduardo solo pudo sacar a un primo.

Eduardo Luis
García

Al llegar al hospital, los pasillos eran como una extensión de la zona del accidente; por todos lados se veían personas entrar angustiadas con alaridos de socorro. Aunque Eduardo tenía del puño para abajo el pellejo blanco y descolgante, el miedo a contraer covid fue más fuerte y por eso se devolvió con heridas al aire para su casa. Sentía que la cara le ardía, pero como no se había visto el rostro pensó que se trataba de algo menor.

Al llegar a su hogar se percató de que en los pómulos tenía una quemadura con la forma del tapabocas y que había perdido las pestañas. Intentó manejar las heridas con los cuidados caseros de su mamá, pero las alarmas se encendieron cuando de las manos le empezaron a salir unas cáscaras. Días después fue a un centro médico y le dijeron que necesitaba urgente unos lavados si no quería tener graves consecuencias. Un procedimiento que define como una de las experiencias más dolorosas que ha sufrido en carne propia.

Mientras encuentra alguna oportunidad para ejercer sus conocimientos en celaduría, volvió al peaje e intenta medir su tiempo de sol de acuerdo al nivel de aguante que vaya teniendo la piel. Además de las cicatrices, aún lamenta la forma en que mutaron sus pestañas, pues cuenta que siente que se le doblan de tal manera que se le meten entre los ojos dañando su visión. Definitivamente el mundo desde ese día no se ve igual.

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Lorena de la Rosa,
viuda de Yoiner Maldona

19 años

Ahora con mis dos hijos quedé sola y me mediría a lo que sea para poder trabajar y cuidar de ellos.

- ¿Qué les dirá en unos años a sus hijos sobre su padre?

- Quiero recordarles cómo era su papá. Que mi hijo grande le cuente al pequeño el maravilloso padre que tenía y le muestre las fotos para que vea lo mucho que se parecen.

Viuda y madre de dos hijos con tan solo 19 años. A su corta edad, Lorena de la Rosa ha tenido que soportar tantos golpes a la vez que el dolor ha sido como su escuela. Pero ella reconoce que no todo ha sido tristeza. En una casa a medio levantar, sentada en una mecedora con el bebé de un mes en brazos y el otro pequeño de cuatro años jugando por toda la sala, cuenta con los ojos enlagunados que la historia junto a su esposo Yoiner Maldona es mucho más que la tragedia en donde murió. Es también una historia de amor.

Esa que empezó cuando lo vio, por primera vez, un día que salió de compras junto a su papá y que empezaron a escribir luego de que intercambiaran un par de palabras en una fiesta. “Me enamoró la forma en como me trataba, cómo me hablaba, los detalles que tenía conmigo. Eso me gustaba, me tenía mucho respeto, me trataba con amor. Nunca se propasó conmigo ni nada de eso”.

Lorena dice que se casó muy joven guiada por el amor que le tenía a su pareja y las ganas de darle un hogar al hijo que venía en camino, pues con la noticia del embarazo tomaron la decisión de irse vivir juntos y formar una familia. Cuando habla de su día a día junto a su esposo no escatima en exaltar el gran padre que era, la forma en que se echó a cuestas la responsabilidad de dar lo mejor a su familia y la facilidad que tenía para escucharla por horas con atención.

No tenían la vida perfecta ni acomodada, pero era tanto el amor que sentían el uno por el otro que lo tenían todo en medio de la necesidad. Y juntos estaban preparados para salir adelante. El día de la tragedia ella estaba durmiendo cuando escuchó, a lo lejos, a Yoiner jugando a carcajadas con su hijo. Lo bañó, lo cambió, le dio de comer y cuando estaba en esas, alguien que pasaba por ahí, en un carro, gritó que había un camión volteado en la carretera. Como en esa época las ventas de agua y gaseosas en el peaje estaban malas, Yoiner no dudó en ir a ver si lograba agarrar algo para mantener a la familia.

- “¿Para dónde vas?”, le preguntó Lorena.
- “Ya vengo, ya vengo, quédate con el niño aquí”, fue lo último que le escuchó decir a su esposo minutos antes de la explosión.

Curiosa ante lo que pasaba, salió a la calle junto a su hijo. Todo era caos y como no entendía nada se limitó a quedarse sobre la carretera. “Luego, empezaron a pasar personas quemadas y en mi imaginación lo veía así, quemado”, recuerda. No estaba equivocada: su esposo tenía quemaduras en el 96 % de su cuerpo, su diagnóstico era tan complicado que los médicos le decían que solo podía salvarlo un milagro.

Para ella fueron semanas de mucho sacrificio, se trasnochaba todos los días en el hospital, pasaba días enteros pendiente de todo. Tal vez una de las decisiones más difíciles de tomar fue la de si lo trasladaban o no a Barranquilla, pues era probable que no aguantara el recorrido. Aunque llenos de fe decidieron correr el riesgo, al llegar al nuevo centro médico murió tras dos paros. Sumado al duelo, Lorena empezó a sentirse rara; por descarte, se hizo una ecografía y ahí se enteró que mientras la vida de su esposo se apagaba, otra se iba formando en su vientre.

Lorena de
la Rosa

No sabía qué hacer, se sentía abrumada. Por un lado tenía el corazón roto en mil pedazos por la ausencia de Yoiner, pero también sabía que esa vida que llevaba en su interior era un regalo de Dios, al fin y al cabo su esposo siempre había querido otro hijo. “Tuve al niño y ha sido una felicidad en medio de tanto sufrimiento, me la he rebuscado, pero nadie se imagina la desesperación que tengo. Como soy madre soltera y tan joven no tengo trabajo, no tengo experiencia en nada porque él nos mantenía. A mí me gustaría tener un negocio, pero no hay cómo, por ahora me la rebusco y recibo ayuda de unos tíos”.

El sueño que tenían como familia era construir una casa, pues Yoiner decía que no quería que sus hijos le mendigaran a nadie. De hecho, cuando su primer hijo nació, él le pidió a su mamá ayuda con algunos recursos y con eso empezó a construir una vivienda que sigue inconclusa.

A un año de la muerte de su compañero de vida, ella aún no se atreve a decirle a su hijo la razón de la ausencia de su papá. El pequeño, todos los días, le pregunta: “¿cuándo viene mi papá?”, “¿dónde está?”. Le dice que le hace falta y que lo quiere ver. Ella, sin darle mucho detalle, lo consuela, le da alientos mientras soporta por dentro la tristeza que le da escucharlo, pues sabe muy bien que ya no va a volver. Sabe también que lo más cerca que lo tendrá es cuando lo vea reflejado en sus hijos, pues son su viva estampa.

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Deluber Robles

25 años

Un amigo mío me salvó, le doy gracias a Dios y a él porque me sacó de la candela hasta donde pudo, ya que también se estaba quemando.

- ¿Qué le pediría usted a la gente que va a leer este reportaje?

- Que vengan a darse una vuelta por acá para ver qué nos pasó a nosotros o cómo estamos viviendo. Cuando salimos de la clínica sí nos nombraban, pero ahora se olvidaron de nosotros.

Si hay algo con lo que sueña Deluver Robles es con un trabajo formal. Aunque no debería tratarse de un privilegio el tener garantías laborales, según él, cuando se es un joven que vive en Tasajera la única forma de lograr tener una entrada fija es arriesgándose a tocar puertas en otros lugares.

Desde niños, todos aprenden a ser pescadores y mientras van creciendo deciden si se quedan ejerciendo este oficio o se rebuscan entre las pocas posibilidades a las que se puede acceder en el pueblo. En su caso, Deluver, pasó de echar la red a aprender los trabajos propios de un llantero, oficio que le aprendió a uno de sus amigos.

Deluber
Robles

El 6 de julio del 2020 se encontraba precisamente en eso: terminando el turno de madrugada en la ‘llantería’ cercana al peaje. Atendió al llamado de quienes iban convocando a aprovechar el accidente del camión de gasolina. Y cuando en medio de semejante alboroto se avivaron las llamas, sintió un candelazo fuerte que lo consumía, cerró los ojos y cuando los abrió ya estaba en el hospital.

La imagen de cómo veía su cuerpo los primeros meses después del accidente no se le sale de la cabeza: los huesos asomados y la piel con el aspecto de un cascarón cuarteado. Desde entonces, agarrar cualquier objeto se volvió algo insoportable. Y aunque por fuera sus heridas están secas, el dolor sigue por dentro.

“Damos gracias a Dios por estar vivos, pero le pedimos a la gente que no se olviden de nosotros los quemados. Yo sé que hay unos, como yo, que podemos trabajar, pero hay otros que no, que toca ir a darles una vuelta y mirar cómo colaborarles porque quedaron afectados de por vida”.

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Wilmer Enrique
Garizabal

36 años

Los amigos estaban prendidos y uno quería apagarlos, pero eso no se podía.

- ¿Alcanzó a llenar alguna pimpina?

- Tenía dos pimpinas, no logré llenar ni una y lo agradezco, porque si eso hubiera pasado me habría prendido más.

Tuvo que ser un ángel, uno de esos que se disfrazan de humano y aparecen de la nada para actuar a favor de un desconocido. Suena loco, pero así fue. La vida de Wilmer Garizabal fue rescatada por alguien de quien no se sabe el nombre ni se le recuerda la cara: el mismo que lo recogió del suelo, lo subió a un carro y lo salvó.

Además de agradecerle a ese extraño su acto de gallardía, lo hace también con el cuerpo médico que lo atendió en Valledupar y a Dios mismo. Sabe que es un milagro seguir respirando. Ahora va sentado en un carro por la misma carretera en la que casi muere, camino al campo santo que levantaron en memoria de las víctimas. “Agradezco el volver a la zona del accidente, no pensé hacerlo, pues marcó mi vida para siempre. No había regresado a este lugar porque el dolor no me dejaba. Ese día estaba el diablo suelto”.

Wilmer Enrique
Garizabal

Con una sudadera gris, gorra amarillo, tapabocas negro y protectores improvisados para el sol, se bajó del carro, caminó entre los nombres y fotos de los fallecidos e intentó contar en qué parte se encontraba en el momento de la explosión. Se quedó en silencio, tomó unos segundos para reponerse de ese sentimiento que brota del alma al recordar a ese ser querido que no volverá a ver y fue presuroso en aclarar que se trataba de gente buena. “Acá, un montón de gente inocente murió; personas que jamás hacían esto, pero que por la situación no tenían otra posibilidad. La pandemia nos tenía varados”, repite dos veces.

Ahora, Wilmer habla del pasado con nostalgia, recalcando lo mucho que le hace falta trabajar y ser independiente. Los días en que iba y venía entre Barranquilla y Tasajera para cumplir con sus responsabilidades en una empresa de paletas y sus deberes familiares quedaron atrás. Y eso es lo que más le cuesta: tener que esperar la colaboración de alguien para responder por su mamá o su hija.

Por la pandemia, el día del incendio del camión cisterna, él ya llevaba varias semanas manteniendo a su casa del rebusque. Ese día, andaba con un hermano tratando de mirar qué conseguían y movidos por la gente que convidaba a la zona, se acercaron a la zona del accidente. Ese fue el inicio de esta historia de terror que espera superar. “Si hubiera sabido el contexto, no me habría ido a buscar lo que no se me había perdido”, concluye.

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Anderson Castillo
González

18 años

El pueblo está en el abandono, siempre ha sido así.

- ¿Qué recuerda de su recuperación?

- Al salir de la hospitalización, el carro que me traía de regreso a Tasajera se parqueó en donde pasó el accidente y yo le rogué que siguiera, no fui capaz de mirar para allá. No quiero ir, no puedo ver eso.

Siempre estuvo consciente. Tal vez por eso, además de las heridas, la batalla más profunda para Anderson está en su cabeza. A veces, de la nada, llegan a su mente escenas de lo que vio ese día, la figura de sus amigos consumiéndose entre la candela y de cuando sentía que jamás saldría de la clínica. Imágenes de las que solo puede huir poniéndose a hacer algo de inmediato para espantar esas angustiantes remembranzas. Y aunque no lo dice mucho, le es inevitable llorar cuando está solo.

Anderson Castillo
González

Ese lunes, cuando escuchó del camión cisterna accidentado, él se fue en una mula a ver que estaba pasando. Las ganas de llevar algo para la casa, aprovechando que había conseguido cuatro pimpinas, lo hicieron acercarse cada vez más. Y cuando se encendieron las llamas y con ellas sus extremidades, con la fuerza que le quedaba se salió de ahí, corrió buscando algo para apagarse y en el camino encontró un charco de agua donde se revolcó hasta que el fuego se extinguió de su cuerpo.

Duró un mes y 25 días hospitalizado, tiempo en el que nada fue fácil. “Casi me mochan la pierna”, cuenta explicando el terror que sintió cuando los médicos le encontraron una bacteria y le advirtieron que podrían tener que quitársela. Fue una tortura, pues su sueño siempre ha sido ser jugador de fútbol.

“No he podido ni siquiera volver a pescar, pensé en presentarme al batallón, pero no se puede por mis piernas. A veces es inevitable sentir que acá no hay futuro. Pero estoy tratando de seguir practicando con la ilusión de volver a jugar como antes”. Esa es ahora su obsesión: entrenar para hacer parte de algún equipo y, por qué no, jugar junto a deportistas que ira, como Jarlan Barrera.

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Elías Ariza

21 años

“Yo perdí a cuatro de mi familia, pero seguimos adelante”.

- ¿A qué se dedicaba antes de ese 6 de julio?

- Me dedicaba a trabajar, pero ahora no puedo hacer nada. Y eso desespera a cualquiera.

Se dice que Elías fue el último en salir del hospital a causa de las complicaciones que tuvo su caso. Él se quemó el 70 % del cuerpo, piernas y brazos, y tras una de las cirugías adquirió una infección que por poco lo mata.

Es claro en decir que aunque la EPS le cubrió los gastos médicos, los que se acumulan y van apareciendo después de que lo dieron de alta son los que han llevado a muchos al desespero; en su caso, su salida del hospital se unió a la noticia del nacimiento de su primer hijo. Sabe que su historia no sería la misma sin sus abuelos y sus papás, pues desde que quedó incapacitado para trabajar han sido ellos los que se han echado a cuestas su cuidado y gastos.

Elías
Ariza

El esfuerzo de ellos ha sido titánico, pues mientras enfrentan el duelo por los cuatro familiares que fallecieron el día de la tragedia, a punta de rebusque y berraquera han logrado apoyarlo durante la que ha sido una larga recuperación que aún sigue su curso. “Voy bien, gracias a Dios, yo debo tener cuidado de que nadie me toque; yo todavía estoy débil, llevo dos meses desde que salí de la Clínica Reina Catalina, sede Baranoa. Duré casi cinco meses y medio”, le contó a EL TIEMPO el pasado mes de abril.

Mientras poco a poco va agarrando fuerzas y habilidad en su rol como padre, Elías espera volver a las aguas para pescar. Y sigue vivo su sueño de ser policía.

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Elkin de Jesús
Cahuana

28 años

“Fundamentalmente me falta el aire, con estas heridas es difícil dormir y necesito una máquina que sirve para terapias respiratorias”.

- ¿Qué es lo que más le preocupa en este momento?

- Me estoy ahogando, vivir así es bastante feo.

“Ese muchacho siempre ha sido un buen pelado, echado para adelante”. Preguntar por Elkin Cahuana en las calles del barrio donde vive es escuchar cómo lo describen con una lista de elogios. Destacan su entusiasmo y amabilidad, algo que se confirma con tan solo escucharlo; aun con la dificultad que le implica hablar, es medido con las palabras y cortés.

Jamás se le pasó por la cabeza estar en la situación en la que está. Con mucho esfuerzo logró labrarse un mejor futuro en el área de logística trabajando como auxiliar de bodega en Barranquilla. Con la pandemia, la situación laboral empezó a complicarse, las condiciones de pago no le servían y mientras salía algo, para no quedarse quieto, se devolvió a Tasajera a trabajar como mototaxista.

“Yo estaba esa noche donde mi abuela cuando oí del accidente, me parecía algo sencillo y no medí las consecuencias”, ite mientras lamenta haberse dejado llevar por la multitud.

Aunque a diferencia de muchos no se prendió, sí resultó bastante quemado. Al ver a la mayoría en condiciones peores, se llenó de fuerzas y se lanzó a rescatar a varios de entre el fuego. Hizo lo que pudo, hasta que el cuerpo no le dio más y por eso se le atravesó a una camioneta y le rogó que lo llevaran a él y unos amigos más.

Elkin de Jesús
Cahuana

Fue así que llegó al hospital de Ciénaga, luego lo trasladaron a Santa Marta y de ahí lo llevaron a Barranquilla. Duró 22 días en coma y seis en piso, tiempo en el que su familia le ocultó la gravedad de la tragedia para ahorrarle la angustia mientras salía adelante poco a poco.

Ya en la casa de su mamá, en Santa Marta, empezó un largo proceso de recuperación, que aún no termina. “Allá fue que me agravé, los médicos descubrieron que tenía la tráquea destruida en un 99 por ciento, pues, al parecer, al quitarme el tubo, quedó el daño de la tráquea y desde ahí me ahogo constantemente”.

Para Elkin la angustia no termina, hay momentos en los que ya no puede ni hablar del ahogo. Con la gravedad de sus heridas, no puede trabajar ni dormir, y está desesperado porque necesita una máquina para sus terapias respiratorias que le es imposible comprar.

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Ríchard Alexánder
Gutiérrez

24 años

“La madre de mi hijo y una prima me acompañaron en la recuperación. La verdad es un milagro de Dios estar vivo”.

- ¿Se puede soñar viviendo en este corregimiento?

- Ser joven en Tasajera es ser un luchador.

Ríchard aprendió a montar en una moto desde pequeño, gracias a sus primos. Aunque pensó en estudiar, el afán de salir adelante lo hizo tomar la decisión de dedicarse de lleno al mototaxismo. El día de la tragedia no solo tuvo la peor experiencia de su vida al quemarse las manos: su moto, su herramienta de trabajo, la perdió.

“Solo me quemé la manos. Yo estaba bien abrigado y no alcancé a tener casi gasolina en el cuerpo, gracias a Dios. Ese día tenía una camisa y una chaqueta; al quitármela, se me apagaron las manos y luego una camioneta me llevó al hospital de Ciénaga. Fue una cadena de milagros”, recuerda.

Ríchard Alexánder
Gutiérrez

Tras 11 días en UCI, pidió el retiro voluntario. Actualmente vive con su abuela y trata de encontrar algún oficio al que pueda dedicarse, motivado por las ganas de darle un mejor futuro a su hijo, Daniel, de dos años.

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Raúl Ortiz, padre de
Anci Raúl Ortiz Núñez.

58 años

“Para mí no va a pasar el duelo, todos los días siento dolor. Desde que me levanto, lloro a diario pensando en mi hijo, lo extraño y quise muchísimo".

- ¿Cómo vive el luto de la muerte de un hijo?

- Yo lo quise muchísimo, mija. Yo ya no me pongo ropa de color, solo blanca o negra; ese será mi duelo, porque mi hijo jamás se saldrá del corazón.

Raúl José Ortiz, de 58 años, y su esposa, Aura María Núñez, de 55, nacieron en Tasajera. De casados llevan 32 años, la edad que tendría su fallecido hijo: Anci Raúl Ortiz Núñez. Aún se preguntan por qué su ‘niño’, el que más los apoyaba para sacar adelante las dos tienditas que tienen sobre la carretera, tuvo que morir de una manera tan horrible.

Antes de la tragedia, esta pareja experimentaba por fin el tan anhelado retiro que les permitiría dedicarse a vivir sin el corre corre del trabajo diario y dedicarse a esos sueños que habían atesorado durante años. Disfrutaban de un tiempo de descanso y complicidad, algo merecido para un amor como el de ellos, construido a partir de cartas y regalándose copias de la música de Camilo Sexto.

“Construimos todo lo de nosotros en equipo. Empecé vendiendo en el peaje, como muchos de los muchachos que murieron, y un día un amigo que es como mi hermano me heredó su negocio. Como yo ando con mi esposa de arriba para abajo, ella fue la que me animó a hacerlo; a ella le debo todo lo que tenemos. Juntos sacamos adelante este negocito y a nuestros tres hijos”, afirma el hombre.

La vida poco a poco les fue cambiando el libreto. Pese a la difícil situación económica que pasaban por la pandemia, para inicios del 2020, les daba fuerza el saber que su hijo Anci Raúl estaba al frente del negocio familiar y trabajaba en recuperar a su hija.

El 7 de julio del 2020, Raúl José llegó al negocio a eso de las 7 a. m., pues veía que la gente estaba alarmada por un camión volcado. Al regresar a la casa y abrir la puerta, su esposa le confirmó que su hijo Anci había salido tras la multitud, algo que hasta el sol de hoy no entienden: varias veces le advirtieron que aunque la situación estaba dura, de alguna manera saldrían adelante con la tienda. Y que él no necesitaba de eso.

“Cuando dijeron lo de la explosión, yo me quedé como ido. Mi esposa me dijo que corriera, que el ‘niño’ estaba allá. Yo agarré mi bicicleta y llegué al punto del accidente. Yo no sentía nada, veía el carro incendiándose con gente y ni se entendía quiénes estaban ahí”, recuerda Raúl José.

Raúl
Ortiz

Ahí empezaron las que hasta el día de hoy han sido las semanas más difíciles para ellos. Su hijo no aparecía y empezaron una búsqueda incesante entre hospitales. Primero les dijeron que lo habían visto en Ciénaga, pero al llegar confirmaron que no era. Luego, que en Santa Marta, pero tampoco. Volvieron a Ciénaga para verificar si estaba entre los nuevos heridos, pero no estaba. Después se escucharon rumores de que estaba en una clínica en Barranquilla. Al llegar, hablaron con los doctores. Y cuando miraron el cuerpo que tenían sin identificar, inmediatamente supieron que no era él porque se veía un tatuaje y él jamás tuvo nada de eso. No era él.

El desespero iba en ascenso. Ninguno podía dormir. Tras varios recorridos sin resultado en centros médicos de diferentes ciudades, solo les faltaba una cosa: las pruebas de los cuerpos calcinados, algo que se negaban a creer. Después de 14 días, la noticia se confirmó: su hijo Anci Raúl era uno de los siete que quedaron reducidos a cenizas en la zona de la tragedia.

“Mire lo que son las casualidades. El día que se iba a hacer una misa, fueron a ver dónde había caído cada uno de los calcinados; ese día, sin saber nada, me hizo sentir en dónde estaba mi hijo y yo llegué derechito. Uno de los quemados me confirmó que ahí había caído él”, recuerda entre lágrimas.

Después de la pérdida de su ‘niño’, para Raúl José Ortiz y su esposa, Aura María Núñez, ha sido muy duro retomar su cotidianidad. Por eso aún intentan seguir adelante acompañados de ese duelo que les dejó la vida a blanco y negro, sensación que exteriorizan en los colores de su ropa. Ahora, el sueño del retiro que tanto soñaron, llegó a su fin: han tenido que trabajar como cuando eran jóvenes para hacer honor al sueño de su hijo: sacar adelante a esa pequeñita de 5 años, que ante la ausencia de su papá, más que una nieta, se ha convertido en otra hija por la que se ‘parten el lomo’ para darle todo lo que en vida su hijo soñó para ella.

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Daniel Benítez

31 años

“Acá todos tenemos que trabajar, la incapacidad no es una opción”.

- ¿Qué decirles a esas personas que los juzgaron?

- Muchos fueron duros con nosotros, pero si usted tiene a sus hijos aguantando hambre y ve la oportunidad de lograr algo, así sea solo para una libra de arroz, uno lo arriesga todo.

Hablarles de una incapacidad médica a las víctimas de la tragedia es hablar de un mito, pues para ellos eso es solo un lujo que beneficia a esas personas que no viven del rebusque. En el caso de Daniel Benítez, aunque sus manos resultaron muy afectadas por las quemaduras, a los dos meses ya tuvo que volver al peaje a ganarse el dinero para mantener a su esposa y sus tres hijos. Como todos: vendiendo gaseosas, agua...

Daniel
Benítez

Lejos de reclamar algo en específico, él dice que a estas alturas de la vida cualquier cosa ayuda. Y es insistente en aclarar que para nadie es fácil vivir así, pero ante la situación que atraviesa Tasajera, sumado a las secuelas que dejaron en ellos las quemaduras, no les queda de otra que seguir aguantando y trabajando.

Aún su cuerpo lo sorprende. De la nada le salen vejigas de agua en la piel. Y, pese al calor sofocante del Caribe colombiano, ha tenido que acostumbrarse a trabajar con un suéter largo y algún trapo más para esquivar el sol. “Así estamos la mayoría: exponiéndonos para trabajar. Algunos, por la gravedad de sus heridas, siguen recuperándose en casa. Si hubiera trabajo, uno no tendría necesidad de eso, pero acá no hay”.

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Tomás Durán
Barrios

32 años

“Nosotros llegamos a los centros médicos por pura solidaridad. En mi caso, me llevaron a Valledupar”.

- ¿Por qué tantas personas fueron ese día a la carretera?

- Con una pandemia, con hambre y eso derramándose, uno ve una oportunidad en medio de tantos días de pescar poco, de no lograr nada.

La casa de Tomás Barrios está cada vez más vacía. Con los meses ha avanzado la necesidad y, ante semejante angustia, su mamá no ha tenido otra salida que empezar a vender cada una de las cosas del hogar. El televisor, la nevera y todo lo que con esfuerzo habían logrado poco a poco se ha esfumado en pro de la supervivencia.

La situación se complicó cuando Tomás terminó quemado a causa del camión cisterna que se incendió en plena carretera. Cuando sucedió el accidente, medio pueblo salió hacia allá y él, al llegar, terminó herido. Se salvó gracias a un amigo que lo rescató de entre las llamas.

Aún recuerda la oración que hizo una y otra vez durante esos días difíciles de recuperación: “Dios mío, tengo una hija, yo todavía no me puedo ir de acá”. El hecho de que esa ahora sea una oración respondida lo agradece cada día.

“Yo, gracias a Dios, no perdí el conocimiento en ningún momento. Cuando me ponían los medicamentos yo siempre estaba preguntando qué era, para qué me lo ponían y qué efecto tendría”, recuerda.

Con el paso de los días, el estar lejos de casa, en un hospital y en plena pandemia, empezó a hacer de las suyas y muchos de los heridos comenzaron a caer en la desesperación. Y esa situación hizo que muchos, aún con heridas abiertas, intentaran darse de alta.

Tomás Durán
Barrios

“A mí eso me pasó hasta que se me apareció ‘un aleluya’ (ángel) que me hizo cambiar de opinión”, dice el hombre. “Tú te quieres ir y dices que ya estás bien, pero tus heridas van por dentro y debes terminar tu recuperación”, le dijo a Tomás la voz que afirma haber escuchado en plena clínica.

Su mamá, Jackeline Barrios, dice que no le extraña la historia que cuenta su hijo, pues ese ángel se le apareció en respuesta a las oraciones que hacía por él a diario.

“Yo pedía que le mandaran ángeles que no le permitieran tomar malas decisiones, que pudiera salir adelante, pues el que está allá arriba es quien puede mover montañas”, dice la mujer.

Madre e hijo piden que les echen una mano pues sienten que ya llevan mucho tiempo luchando contra la corriente. No tienen luz ni aire acondicionado, lo que, según ellos, hizo que Tomás desarrollara una infección que le está sacando un brote en la espalda. “En este país uno tiene que hablar en todo lado para que lo oigan y salir en medios para que lo recuerden, pero no debería ser así”.

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Las heridas que
queman por dentro

Por María Paulina Ortiz

Editora de Lecturas

Una de las consecuencias invisibles en los sobrevivientes de la tragedia de Tasajera es la depresión, el estrés postraumático y los problemas derivados de un duelo no resuelto. Algunos han llegado a pensar en el suicidio.

Quiso irse lejos. Sin mirar atrás ni volver a estar cerca de nada ni de nadie que le recordara la tragedia. Cristian Maldonado fue uno de los jóvenes que corrieron hacia el camión cisterna en Tasajera ese 6 de julio que quedó marcado trágicamente en la historia del corregimiento del Magdalena.

–Fui de los últimos en llegar, junto a mi hermano –recuerda Cristian.

Aunque quisiera no recordar. Su hermano er murió en medio de la explosión del camión. Y esa muerte no se le sale de la cabeza.

Ahora Cristian es vigilante en un edificio de cinco pisos en la localidad de Suba, en Bogotá. Todos los días trata de armar la vida que le quedó en pedacitos. Por fuera y por dentro. Cristian fue una de las siete víctimas que atendió el Hospital Simón Bolívar de Bogotá. Estuvo un mes hospitalizado mientras lograron estabilizarlo de los efectos más graves sufridos por las quemaduras. Se quemó el cuello, la cabeza, los brazos, la espalda. Justo un mes después, el 6 de agosto del 2020, volvió a su casa en Tasajera. Pero ya no era la misma: cuando vio a toda su familia vestida de negro, se enteró de que su hermano, a quien no había visto desde el día del accidente, estaba muerto.

Entonces también quiso morirse.

Y así sigue: con esa idea en la cabeza. Un día, en el edificio donde trabaja, abrió una ventana de un piso alto para lanzarse. En ese momento lo llamó su mamá. No sabe si fue el mismo Dios quien lo llamó. Pero ella lo convenció de no lanzarse. Cristian ha logrado acomodarse a las secuelas del cuerpo. Pero su mente sigue clavada en el dolor.

–Si yo le cuento todo lo que me pasa, usted no cree. No puedo dormir. Tengo problemas para respirar. Me lleno de rabia al pensar lo que pasó. No tengo la felicidad de antes, esa tranquilidad. No encuentro fuerzas para seguir con la vida –dice Cristian. Su voz se siente cansada. Sus ojos llorosos.

Tiene 21 años. Su hermano tenía 19.

Negación. Rabia. Ansiedad. Depresión. Alucinaciones. Paranoia. Ideas de suicidio. Todo esto puede aparecer. El proceso de recuperación de un paciente quemado tiene que ir de la mano de una atención psicológica que le permita resolver el estrés postraumático. Eso lo saben los expertos. “Para nosotros, el acompañamiento psicológico es obligatorio –dice Linda Guerrero, directora de la Fundación del Quemado–. Son pacientes a los que les cuesta mucho recuperarse. Es algo durísimo”.

Varias de las personas afectadas por la tragedia de Tasajera –tanto víctimas directas como familiares– recibieron primeros auxilios psicológicos ofrecidos por una red de voluntarios en salud mental que se había creado meses atrás para atender de forma gratuita durante la pandemia. Cuando estos psicólogos supieron de la explosión del camión y sus consecuencias, ofrecieron su ayuda. “Nuestra intervención fue puntual y a corto plazo –explica la psicóloga María Eugenia Mathews, una de las diez profesionales de la red que participó en este apoyo–. Durante un periodo aproximado de dos meses, los acompañamos a asimilar lo que habían vivido. Vimos tantas situaciones entre ellos, que nos reforzó la idea de que cada ser humano responde de forma diferente ante una tragedia”.

Mathews y sus colegas se encontraron de forma recurrente con preguntas como estas: ¿qué va a pasar después conmigo?, ¿cómo voy a sobrevivir?, ¿cómo me voy a ver? Se encontraron, también, con frases como las siguientes: “Por la noche me despierto gritando”, “estoy pensando en quitarme la vida”, “con estas quemaduras, todo el mundo va a saber que yo estuve ahí”. Claro, esto dentro de las personas que aceptaron ser atendidas telefónicamente por la red. Porque muchos rechazaron el apoyo. “Es una reacción natural, querer aislarse –dice Eduardo Escorcia, otro de los psicólogos que participó–. Además, hay que tener en cuenta que esto sucedió en pleno confinamiento por la pandemia. Se sumaron tragedias”.

Enfrentándose a los recuerdos de dolor, Jorge, Óscar,
Wilmer y Deluver regresaron al lugar de la tragedia.
Foto: Vanexa Romero

“Todo el día pienso en eso. En lo que me pasó. Quisiera verme normal, como era antes. Sin todas esas marcas en las manos, en las piernas”. Harvy Correa, de 22 años, es otra de las víctimas de la explosión en Tasajera. Cuenta que antes se ganaba la vida manejando un taxi. Ahora ya no puede dedicarse a eso: no soporta el calor sobre sus brazos y sus piernas, con secuelas de las quemaduras. “Hoy mi vida es comer y acostarme. No puedo hacer más nada”, dice Harvy, con su acento costeño.

Mathews y los psicólogos de la red se enfocaron en reforzar en los afectados la idea de que son sobrevivientes, en cambiar ese lugar de víctimas y llevarlos al territorio de alguien que sobrevivió y que tiene oportunidades nuevas. “Pero no era un asunto sencillo –dice la psicóloga–. En especial con personas jóvenes, para quienes el aspecto físico es tan importante. Las quemaduras son para ellos la muestra física de que algo malo les sucedió. La reacción que mostraban con más frecuencia era de estar enojados con la vida”.

Ese enojo aparece en las palabras de Cristian.

–Tengo rabia. Rabia con los que estuvieron en el mismo lugar y andan vivos y como si no hubiera pasado nada. Mi hermano y yo fuimos de los últimos que llegaron al camión. No entiendo. Fuimos a buscar la mala hora. Él andaba conmigo siempre, y yo con él. Ahora me siento solo.

Todavía sueña con su hermano er. Se recuesta, en las noches, y trata de conciliar el sueño. Pero lo que llega es una pesadilla que revive el momento de la explosión. Cristian tuvo atención psicológica durante el mes siguiente a la tragedia. Su mamá le dijo que buscara ayuda porque vio que había entrado en una depresión. No comía; apenas se levantaba de la cama; a veces, de noche, salía de la casa corriendo porque en su mente veía de nuevo a personas quemándose, como en el accidente. Lo atendió una psicóloga en Barranquilla.

–Pero yo sentí que eso no me ayudó. Fue algo como extravagante pa’ mí. Solo escuchaba lo que me decían porque me obligaban –dice Cristian, y agrega que la sugerencia de la psicóloga fue que lo internaran durante un periodo para completar el tratamiento. Él no aceptó.

Mathews también se dio cuenta de esa reacción en varias de las personas que ó: “Algunos percibían nuestro apoyo como una intromisión. No asimilaban la necesidad de ayuda. Un paciente quemado pasa por muchas etapas hasta que acepta su nueva condición, el reconocimiento del nuevo yo. Es un proceso largo, pero necesario para no quedarse en la rabia o el dolor”.

Campo Santo, placa en honor a Yoiner Maldonado, hermano de Cristian.
Foto: Vanexa Romero

Deivis Garizabalo sufrió heridas en más del setenta por ciento de su cuerpo. Los médicos de la Clínica de Alta Complejidad de Valledupar, donde lo atendieron, alcanzaron a pensar que no iba a sobrevivir. Damaris Romero, la cirujana plástica que lo operó, tiene muy presente su caso:

“Cuando Deivis logró salir de la intubación, quedó en un estado en que no hablaba, no caminaba, tenía miedo, estaba lleno de angustia. Todo el equipo se empeñó en sacarlo adelante. Le poníamos música en la habitación, lo animábamos a que recordara cosas que le gustaran. Y así, de a poco, salió adelante”, dice la cirujana Romero, que está segura de que no va a volver a vivir una experiencia como la que debió afrontar con estos pacientes: quince personas en condiciones gravísimas llegaron de Tasajera y los tuvo que operar. Era la única cirujana plástica de la clínica en esos días de confinamiento por la pandemia.

Hoy Deivis, de 26 años, sigue su vida en el corregimiento, pero todo ha cambiado. “Ahora no hago nada. Antes me rebuscaba, pescaba. Ahora no puedo ni salir. Tengo un brazo que casi no lo puedo mover. Me la paso pensando, con pesadillas”. Y lo que más le molesta es no poder cumplir con su mayor anhelo: “Quisiera ser el mismo de antes”.

Se pueden sumar más testimonios y muy posiblemente van a tener en común un estrés postraumático todavía por trabajar. Un duelo atravesado que sigue sin resolver y que, de continuar así, va a generar consecuencias más difíciles de manejar. “En este año que ha pasado desde el accidente, puede que se hayan acostumbrado y entrado en una zona de confort tóxica que no es la más adecuada –dice la psicóloga Juliana Ochoa, de la Fundación del Quemado–. Cuando una persona pasa por un accidente, puede quedarse en la etapa de la victimización. Siente que es víctima y se refugia en ese rol. Muchos se estancan y se sumergen en la desesperación y la ansiedad. Pero eso hay que manejarlo a tiempo porque puede llevar a enfermedades como la depresión o a ideaciones suicidas”. Los duelos necesitan ser elaborados de forma adecuada. Es la conclusión. En muchos casos se requieren tratamientos en el que es necesario el compromiso. Pero esto se dificulta más en un contexto socioeconómico como el de los habitantes de Tasajera.

Cristian Maldonado, que decidió estar solo, lejos de su familia, no ve claros los días por venir. Incluso ya tiene pensado dejar su trabajo de vigilante. Porque el cuerpo no le responde, dice. Camina más de cincuenta metros y se ahoga. Se le van las luces. A veces llora, pero después de llorar se siente peor. A veces le dan ganas de dormir, pero teme hacerlo por las pesadillas.

–Yo voy es empeorando. Cada vez estoy más mal.

En memoria de


Ancy Raúl Ortiz Núñez

Eduar Rafael González González

Heider José Carranza Ariza

Jorge Luis Guerrero Viloria

Juan Carlos Robles Maldonado

Raúl Enrique Cantillo Cabello

Raúl Marín Herrera

Keiner Smith López Viloria

José Luis Castillo Sánchez

Galdino José Gutiérrez Gómez

Deibys Andrés Carranza Ariza

Adolfo León Carranza

Gustavo Torres Maldonado

James Alberto Carbonó Mendoza

Álvaro Antonio Ariza Robles

Carlos Andrés Ariza Robles

José Domingo Gómez Manga

Carlos Andrés Camargo Rodríguez

Wilmer Antonio Pardo Ayala

Osnaider Álvarez Álvarez

er David Maldonado Franco

Juan Carlos Guerrero Viloria

Nelson Enrique Zabala Montoya

Deivis José Ayala Niebles

Adalberto Díaz Ortiz

César Robles Orozco

Carlos Manuel Ortiz Barceló

Jesús David Núñez Rodríguez

Luis Miguel Marín Díaz

Keyvis José Samper Ayala

José Enrique Castillo Mejía

Jesús Joaquin Guerrero Viloria

Deiner Alberto Samper Miranda

Angelo Johan Pérez Gutiérrez

Kenis Darío Gutiérrez Guerrero

Gilberto Antonio Fernández Mejía

Luis Gonzaga Gutiérrez González

Pedro Luis Torres Ariza

Belisario Samper Miranda

Jaime De Jesús Carrillo Escalante

Luis Fernando Guzmán Sánchez

Junior José Álvarez Orozco

Lionard De Jesus Castro Lopéz

Leonardo José Mejía Hernández

Carlos Manuel Barceló Moreno

“Hoy dedico un pensamiento al cielo, a todas esas vidas que ya no están presentes pero cuyos recuerdos nos acompañan siempre”.

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Créditos


Textos: Diana Ravelo, enviada especial de EL TIEMPO;

María Paulina Ortiz y David Alejandro López Bermúdez.

Diseño digital: Sebastián Forero y Claudia Cuadrado.

Jefe de Diseño: Sandra Rojas.

Maquetación: Giovany Ariza.

Fotografía y video: Vanexa Romero

Edición del video: Juan Manuel Vargas.

Audios: Julián Darío Castiblanco.

Editor y director del reportaje: José Alberto Mojica Patiño.

Periodista de Reportajes Multimedia: David Alejandro

López Bermúdez.

Editor Mesa Central: Jhon Torres.

Agradecimientos a la comunicadora Nizfisneys Gutiérrez, al escritor Javier Moscarella, al cineasta Fred Amado Jiménez de La Rosa y al señor Manuel Enrique Oliveros. Y gracias, sobre todo, a los sobrevivientes de la tragedia y a sus familiares por permitirnos contar sus historias.