La acción inhumana de dos agentes de policía que terminó con la vida de Javier Ordóñez esta semana se convirtió en la válvula de escape de miles de personas que decidieron emprenderla no solo contra la institución, sino contra la ciudad.
Guardadas proporciones, asistimos a la continuación de lo sucedido en noviembre del año pasado, cuando después de varias décadas Bogotá tuvo que implantar un toque de queda y sacar a los militares a la calle para que ayudaran a controlar los desmanes, fruto de protestas motivadas por múltiples razones.
Todos sentimos la asfixia de Ordóñez esa madrugada de miércoles. Todos sentimos ganas de abalanzarnos sobre esos dos agentes para quitarles el cuerpo indefenso del hombre que se había pasado de tragos. Todos vimos esas imágenes deseando que no fueran verdad, que la policía no fuera de nuevo protagonista de un acto brutal que terminó crispando los ánimos y dándoles argumentos a los violentos, a los vándalos y a los politiqueros oportunistas que se regodean con estas tragedias.
Eran tan absurdas y delirantes las imágenes, los gritos de “por favor no más”, el sonido del taser, el amigo impotente que registraba las últimas horas de su compañero de farra, que a fin de cuentas solo cabía hacerse una pregunta elemental: ¿por qué? ¿Por qué la policía actuó con semejante sevicia? ¿Por qué acudir a tal proceder sin detenerse en los protocolos mínimos para situaciones como estas? ¿Por qué los agentes no quisieron atender las súplicas del moribundo? ¿Por qué aplicar con tal grado de crueldad un arma como el taser? ¿Por qué, en últimas, la policía no ha aprendido de sus propios errores y de los que se registran en otras latitudes? Algo no anda bien en una sociedad en donde un acto de intolerancia en la calle deriva en una acción de brutalidad policial y termina en un homicidio condenable.
Algo no anda bien en una sociedad en donde un acto de intolerancia en la calle deriva en una acción de brutalidad policial y termina en un homicidio condenable
Pero tan grave como lo sucedido es lo que vendrá: la desconfianza creciente entre la institución y la ciudadanía, llamada a ser protegida por los hombres que hoy están en la mira por la barbaridad de sus acciones. Y eso es justamente lo que no puede pasar, que la desconfianza nos lleve a romper el vínculo con un organismo que resulta clave para la ciudad y para nosotros mismos. Menospreciar ese lazo es permitir que triunfen los criminales y bandidos que se ensañan contra nuestra Bogotá.
Ponerle fin a esa relación nos puede generar mayor inseguridad por el recelo absurdo entre unos y otros. Hace poco leía que en Nueva York, por ejemplo, hay casos en los que la policía ha dejado de acudir a los llamados de una emergencia porque prefiere no ser estigmatizada o señalada por la gente.
Por eso mismo no se puede caer en generalizaciones y decir que toda la policía es culpable. Tampoco se nos puede olvidar el papel esencial que ha jugado en la pandemia y las múltiples tareas que han tenido que asumir hombres y mujeres de dicha entidad para atender a miles de personas durante la peor emergencia sanitaria de la que tengamos memoria.
Pero, eso sí: la mejor manera de evitar que la policía siga siendo estigmatizada como consecuencia de los crímenes de algunos de sus es dando a conocer lo que ha pasado con las 141 denuncias instauradas contra ella solamente este año y que fueron dadas a conocer por la alcaldesa esta semana; dónde están los responsables, qué se corrigió dentro de la institución, qué se ha reconocido, etc. Ese sería un primer paso para que la confianza se recupere. La impunidad solo alimenta el inconformismo ciudadano.
En el caso de Ordóñez ya se pidió perdón, pero hacen falta más gestos que le permitan a la ciudadanía sentir confianza en sus uniformados, los mismos a los que primero acudimos cuando nos sentimos en peligro o vemos amenazada nuestra tranquilidad.
Da grima ver que en todo este episodio no haya habido solidaridad entre gobiernos para unificar sus voces en la condena y en una respuesta efectiva a esta situación
He escuchado muchas voces poco autorizadas diciendo que como no ha habido reformas en la policía –lo que de hecho es grave–, lo único que le queda a la gente es acudir a la violencia. No. Me resisto a creer que eso sea así. Pregúntenles a las mamás que hoy lloran a sus hijos si creen que esa es la salida. Esa no puede ser la lógica que inspire a una sociedad que necesita cambios profundos, pero no a punta de bala ni de desmanes. Si aceptamos ese camino, nuestro estado de derecho volará por los aires y vendrá la anarquía total. Y muchos desearían eso, incluyendo a candidatos en precampaña. Como bien lo afirmó Catalina Botero, decana de Derecho de la Universidad de los Andes, es con más democracia, más participación ciudadana y más argumentos como podemos salir adelante.
Da grima ver que en todo este episodio no haya habido solidaridad entre gobiernos para unificar sus voces en la condena y en una respuesta efectiva a esta situación.
Ambos saben que parte de este inconformismo tiene que ver con los desafueros de la policía, sin duda, pero también con el hastío que dejan las restricciones por la pandemia, las sanciones, la desconfianza, la pérdida del empleo, el cierre de empresas, la violencia en el hogar, el oportunismo político. Son esos males los que hay que erradicar, no tenemos otro reto mayor que ese de aquí en adelante. ¿Por qué no ponerse de acuerdo? ¿Por qué no tener gestos de solidaridad? No veo a ningún exalcalde solidario ni ofreciéndose a aportar sin importar desde qué orilla lo haga, por ejemplo.
El odio acumulado nos está pasando una cuenta de cobro que por ahora luce imposible de pagar.
¿Es mi impresión o... estamos acudiendo a las siglas y a los hashtag de los manifestantes gringos para validar nuestras propias protestas?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
EDITOR JEFE DE EL TIEMPO
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