Siempre he pensado que escribir equivale a detener el tiempo, sentarse y reflexionar. Teclear con ligereza unos caracteres que formarán palabras, frases, párrafos y textos, como este que hoy tienen delante de sus ojos. Detenerse para pensar sobre un presente que cambia con demasiada velocidad.
Las noticias (últimamente todas negativas) parpadean en las pantallas de nuestros celulares mezclando gráficos sobre la evolución del coronavirus alrededor del mundo e imágenes poderosas de ciudadanos estadounidenses reclamando el poder de las calles para rendir homenaje a todas las víctimas de la injusticia racial y del desmesurado uso de la fuerza policial ejercidos impunemente durante demasiados años en la comunidad afroamericana.
En las últimas semanas hemos visto cómo George, Ahmaud y Breonna se han convertido en algo más que unos nombres. Hoy, son símbolos de injusticia y todos ellos son vidas que se han visto injustamente truncadas por unos cuerpos de seguridad que necesitan ser repensados en todos los niveles. Son símbolos de una de las grandes tareas pendientes de realizar en mi segundo país (Estados Unidos): acabar con la inequidad entre grupos raciales y con el racismo que aún sigue latente en algunos hogares, lugares de trabajo e instituciones públicas de un país que se considera “the land of the free” (la tierra de la libertad).
No podemos hablar de libertad si cada dos días un afroamericano es asesinado por un oficial de la policía y, según leo en The Washington Post, tienen tres veces más probabilidades de ser asesinados por un cuerpo de seguridad. No podemos hablar de un país próspero cuando, a pesar de que son el 13 por ciento del total de la población, un 22 por ciento de la población afroamericana ha sido infectada por el coronavirus y un 23 por ciento de ellos ha muerto. No podemos hablar de un país rico cuando el 44 por ciento de los de esta comunidad ha perdido su trabajo y el 73 por ciento de ellos no dispone de ahorros suficientes para cubrir una emergencia. No podemos hablar de un país que vive en paz cuando su presidente decide separar, en lugar de unir y ayudar a cicatrizar las heridas de tantas injusticias. No podemos ser un país bondadoso cuando su líder decide gasear a unos manifestantes pacíficos para hacerse una foto con una biblia que luego sujeta al revés.
Vivimos tiempos cambiantes y visitar el pasado siempre nos puede dar pistas de cómo afrontar el futuro. Al revisar la historia de la revista ELLE, que tengo el enorme placer de dirigir en los Estados Unidos, me inspiró recordar cómo esta fue fundada en el mes de noviembre del año 1945, en Francia. En ese momento, Europa acababa de terminar la Segunda Guerra Mundial que había destruido los cimientos de una civilización que había llegado a algo inimaginable: los campos de concentración. En un país bajo cenizas nació una revista que siempre tuvo en su ADN el proyecto de inspirar a una nueva generación de mujeres, de provocar a sus lectoras a que se atrevieran a soñar y de convertirse en una publicación que se construyó con los pilares de la diversidad, la igualdad y la inclusividad. ELLE ha sido, y sigue siendo, un espejo que refleja quiénes somos, y que nos abre una ventana para conocer historias, libros, películas, artistas, diseñadores, fotos, que nunca nos hubiéramos arriesgado a leer, escuchar o, en definitiva, irar.
Cuando me preguntan si tiene sentido el periodismo en estos momentos, siempre digo que sí. Más que nunca necesitamos unos medios de comunicación comprometidos con la verdad y con los ciudadanos. Unos medios de comunicación que nos informen, entretengan y que nos fuercen a pensar. Necesitamos más que nunca periodistas para que nos expliquen este presente tan cambiante. Este Perpetuum Mobile (móvil perpetuo) que nos confunde y nos desespera, pero que sigue inspirándonos a luchar para crear una sociedad más justa e igualitaria. Este sueño no es imposible. Depende de todos nosotros y de nuestro compromiso.