En este 2024 se cumple primer centenario de la publicación de ‘La vorágine’ de José Eustasio Rivera. Su título alude al proceso en que la selva devora a intrusos ansiosos de ganancias caucheras explotando la población indígena. Esto ocurrió con especial vehemencia bajo el auge de la Casa Arana (en Iquitos, Perú, durante 1870-1914). Pero también a “los enganchados” por el hábil hacendado Julio Barrera en La Chorrera y El Encanto, región de la baja Orinoquia de Colombia, entre los ríos Putumayo y Caquetá.
Esa pugna cauchera no solo dejaría numerosas tribus en extinción, incluyendo la zona de Belem, en Brasil, sino que Colombia y Perú se enfrascarían en una absurda guerra (afortunadamente de corta duración). Atrás han quedado los sueños de la ópera-selvática que instauraron los Fitzcarraldos de la época en Manaos e Iquitos y que Teresita Gómez inmortalizó al interpretar las obras de Adolfo Mejía en Berlín, devolviendo en notas musicales el esfuerzo de acarreo de aquellos pianos a lomo de indio.
La valentía de Rivera fue triple: primero, habiendo nacido cerca de Neiva y tras graduarse de abogado en Bogotá, emprendió diversas travesías (1916-1922) hacia Orocué y al Orinoco venezolano, como miembro de la comisión limítrofe; segundo, como destacado joven literato y poeta, se puso en la tarea de escribir dicha obra (1922-1924), guiado por detalladas notas de sus travesías; y, tercero, siguiendo las voces de sus imaginarios relatores (Arturo Cova y Clemente Silva) denunció internacionalmente el drama sociológico de la explotación indígena a manos de colonos y multinacionales caucheras.
Esa pugna cauchera no solo dejaría numerosas tribus en extinción, incluyendo la zona de Belem, en Brasil, sino que Colombia y Perú se enfrascarían en una absurda guerra
Emblemática fue la carta que escribiera Rivera en 1928, estando de visita en Nueva York, al propio Henry Ford (ver M. Serje y E. von der Walde, 2023, ‘Vorágine: edición cosmográfica’). Con ella quería generar conciencia internacional sobre la violencia que se causaba en la Amazonia al utilizar el árbol de la hevea para obtener el caucho que pondrían en las ruedas de sus automóviles.
Además, observaba él que las negritudes esclavas se estaban extinguiendo por efecto de las enfermedades (especialmente tuberculosis) y que unos 30.000 indígenas habían corrido suerte similar en la hoya del Putumayo.
Rivera estaba bien documentado y citaba valientes denuncias de Saldaña en Iquitos y apoyado por detalladas investigaciones de Roger Casement ante el Parlamento de Gran Bretaña. Allí se concluía, lacónicamente, que los dueños de las caucheras del Putumayo no consideraban que forzar deudas vitalicias y heredables a los indígenas o matarlos por triviales motivos constituyeran un delito.
Rivera fue en América Latina el eco del Irlandés Roger Casement, quien experimentó horrores de la colonización en el Congo (1884-1892), según lo relata Mario Vargas Llosa (2010, ‘El sueño del celta’). Casement aprovechó su condición de diplomático en Brasil (1902-1909) para guiar la Comisión de acusaciones hacia la Casa Arana (1910-1922) en el Putumayo. Posteriormente, el etnobotánico Wade Davis (en ‘El río’), y siguiendo a su maestro Schultes, ahondaría sobre perversos efectos de replicar experiencias de Indonesia y Malasia.
El reporte Casement se presentó en Bruselas y aprovechó para ratificar su rebeldía irlandesa y apoyar el movimiento independentista de 1910-1916. Esto le costaría la vida a Casement, al ser ahorcado en la prisión de Pentonville, en Londres, en 1916. Rivera también moriría temprano, a los 40 años, en el mismo 1928 de su carta a Ford.
Luego todos estos hechos nos deberían servir para repensar la gran oportunidad que tiene Colombia para emprender, libres de colonialismos y sin deforestar, un desarrollo integral de la Orinoquia. Este había sido tema importante durante Duque y Santos. Y hasta Petro lo había mencionado en su agenda ambiental. Infortunadamente, su implementación luce distante debido a su ideología anti sector privado, tan distante de lo realizable.
SERGIO CLAVIJO