“Todas las personas que dio la Brigada Móvil n.º 11 eran traídas de Medellín. Si no era de la Oriental, era cerca del Terminal, que hay mucho indigente sobre ese sector y consumidores de droga”. Esta frase hace parte de la confesión ante la JEP del sargento en retiro William Capera sobre los ‘falsos positivos’ de Dabeiba.
Estas confesiones, crudas y dolorosas, reflejan dos cosas: la primera es lo que muchos defensores de derechos humanos, abogados de las víctimas, académicos, periodistas y demás siempre hemos dicho: el tal “éxito” de la política de Seguridad Democrática, sus “innegables mejoras de las condiciones de seguridad”, el “poder volver a la finca” tranquilos fueron a costa de “carrotanques de sangre”, como exigía descarnadamente el general Mario Montoya a sus comandantes. No fue un problema de unas cuantas “manzanas podridas”, sino una política de Estado. La debacle ética de ese proyecto político no puede ser más contundente. ¿Pero cómo fue posible? Es la pregunta que nos tenemos que hacer ahora.
Y parte de la respuesta se refleja en el segundo aspecto que quiero resaltar. Además de la “deshumanización” del enemigo histórico del Estado colombiano, es decir, de la guerrilla, también presenciamos la “deshumanización” de los habitantes de la calle, de las personas adictas a las drogas o con trastornos mentales, de los mal llamados “desechables”. Personas que el Ejército consideraba que nadie extrañaría porque sus vidas no valían nada; nadie reclamaría sus cuerpos porque la misma sociedad nunca se preocupó por ellas; porque sus propias familias las habían abandonado o porque creían que sus familias eran tan pobres que seguramente no irían muy lejos y se rendirían mucho antes de encontrarlos. Sin embargo, si hoy empezamos a conocer algo de verdad es precisamente gracias a la lucha incansable de los familiares de las víctimas.
No fue un problema de unas cuantas “manzanas podridas”, sino una política de Estado. La debacle ética de ese proyecto político no puede ser más contundente.
Como cuenta Omaira Montoya, exhabitante de la calle en un video sobre Dabeiba en el canal de YouTube de la JEP: “[...] la sociedad no aprecia que es un ser humano, la sociedad nos mira como si fuéramos extraterrestres, como si nunca hubiéramos tenido mamá ni papá. El civil piensa que el habitante de la calle salió de la casa para una acera. No miran más allá de que el habitante de la calle vino con un proceso, que vino fue de un barrio. No nos dan la oportunidad de que nosotros creamos en nosotros mismos, a lo último el habitante de la calle piensa que no es un ser humano, que es una basura”. En Ruanda, por ejemplo, los perpetradores hutus deshumanizaron a los tutsis llamándolos “serpientes” o “cucarachas”, para que no sintieran remordimiento al asesinarlos.
Pero además de esta “deshumanización”, también hay un proceso de “despersonalización y borradura del sujeto”, como afirma la antropóloga María Victoria Uribe en su esclarecedor libro Cuerpos sin nombres, nombres sin cuerpo: desapariciones en Colombia. Para hacer pasar a la persona desaparecida como guerrillero muerto en combate, lo reportaban como NN y eso significaba sustraer sus documentos de identidad: “Este primer paso desnaturaliza a la persona y la convierte en un cuerpo sin nombre, en una cosa, cualquier cosa por la cual supuestamente nadie va a reclamar”, escribe María Victoria Uribe.
Cada vez se hace más evidente que lo más difícil de un proceso de paz, y del proceso de reconciliación que le sigue, no es la firma de un acuerdo de paz, sino su implementación. Y esta no es solamente material, es ante todo ética, y va más allá de la reconciliación entre los principales actores del conflicto: el Ejército, la guerrilla, los paramilitares y las víctimas, sino que debe abarcar toda la sociedad, mucho más en un conflicto como el nuestro. Y para esto es crucial conocer la verdad: para que a nadie nunca más se le niegue su condición humana.
SARA TUFANO