Hay cierta tregua en ciertas calles. Hay sol. Pero esto sigue siendo lo que ha venido siendo –un estallido social que no halla interlocutores ni tramitadores– porque no estamos en buenas manos. El martes pasado la curada de espantos Ingrid Betancourt, que suele recordarnos lo lejos que nos vemos de aceptar la paz, lo lejos que andamos de librarnos del fanatismo que va a dar al autoritarismo, describió al presidente Duque como “un hombre muy golpeado” a la salida de una reunión que sostuvieron. No lo dudo. Se le ve mal a Duque. Se ve a leguas que ve a leguas su fiasco. Pero también es el político fanfarrón que apenas puede –el mismo martes– sale a asegurar, sin pruebas, sin escrúpulos, que “más de diez mil muertes se hubieran prevenido si no hubiéramos tenido aglomeraciones”. Se refiere al paro, sí. Habla como si hubiera ganado. Habla como si esta protesta tan viva hubiera terminado.
Y sí. Hay cierto país apaciguado por ciertos partidos de fútbol entre la peste. Hay vacaciones. Pero el estallido sigue –crece más allá de los medios o las cadenas de WhatsApp– porque siguen los desplantes de los poderosos.
El golpeado presidente Duque, que hasta el fin de su mandato va a ser forma sin fondo, vehemencia sin autoridad, encarna a más no poder esta clase política de tecnócratas temerarios e irredentos que hasta el último suspiro jurarán por Dios que el uribismo era necesario. Es increíble que no noten ni les importe notar lo ridículo que es que un expresidente llame “el señor” a su sucesor, lo absurdo que es nombrar un ministro de Ciencia cuestionado por las pruebas, lo deshonroso que es hundir en ese Congreso virtual que tenemos la ratificación del Acuerdo de Escazú o el proyecto de Especialidad Agraria, lo violento que es seguir negando el valor del Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición de los acuerdos, por Dios, luego del estremecedor cara a cara de los secuestrados –Betancourt entre ellos– con las antiguas Farc.
Óiganlos llevarle la contraria a Pfizer sobre su propia vacuna, sacar pecho por el manejo de la pandemia la semana en la que Bloomberg pone a Colombia en el puesto 52 de los 53 países de su lista de resiliencia al covid, llamar “personas no localizadas” a los desaparecidos, actualizar las promesas “to the Divine Providence”: es desplante tras desplante tras desplante. Véanlos reaccionar, tan dueños, tan desencajados, cuando cualquiera osa cuestionarles su Estado desarrollista que lo apuesta todo a la explotación de “las regiones” –léase “las colonias” sin Dios ni ley– que a veces se rebelan a la precarización, al despojo, a la desprotección, al cogobierno de la criminalidad que pasa por encima del “tercer mundo” por orden del primero. Véanlos decirse “el que se quedó se quedó” y “un día me lo agradecerán” como padrastros ignorados.
Firman decretos prohibiéndoles a las protestas que sean estallidos sociales. Quieren una política libre de retórica, de debate –o sea una política libre de política–, porque no son líderes, sino gerentes con “misión, visión y valores”. Quieren un periodismo que cuente “casos de éxito”, sí, no más decapitaciones ni madres buscando entre escombros. Buscan colombianos que no paren ni critiquen, sino que propongan, que se pongan la camiseta e icen la bandera, como si la gran estrategia contra el desmadre fuera un fascismo light e impopular, como si la desbocada desaprobación de Duque no encarnara también la desaprobación de aquel país entre el país que se ha venido portando como un Titanic en el que caben todos los que puedan pagarlo: “El que se quedó se quedó”.
Hoy hay cierta calma, de espera, en ciertas ciudades. Pero este malestar menospreciado, desafiado a diario, está lejos de acabarse.
Ricardo Silva Romero
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