Opinión

En el principio fue el eco

La radio fue mi primer juguete sofisticado y el segundo medio de comunicación que conocí.

Columnista de El TiempoActualizado:
Avanza febrero y se me alborota la tripa de devoto de la radio. No en vano el 14 de este mes se celebra su día anual por mandato de Naciones Unidas. Amo la radio como el hipopótamo idolatra a su hipopótama.
(Le puede interesar: Alborotado el 'obispero').
Cuando empecé a sumar almanaques oí por radio que el mundo se iba a acabar. Mi abuela ordenó rezar para que no se acabara. El mundo siguió dándose contra las paredes.
Mi primer juguete sofisticado fue un gigantesco radio Zenith Transoceanic. "Cuando el músculo duerme, la ambición descansa" me apoderaba de ese mágico cachivache. Me intrigaba saber por dónde se metía la gente que hablaba desde la cajita mágica.
Ese aparato de radio al que trataba como si fuera mi mascota traía voces en idiomas que eran griego para mí. Debajo de las cobijas, constaté que no estábamos solos en el universo.
No es extraño que mi primer oficio haya sido el de patinador de radio con salario de 900 mensuales que alcanzaban hasta para "sí fornicar". Antes había sido estudiante de periodismo. Me dio pena la vez que pasé por una emisora y constaté que no conocía una redacción. Decidí desertar de las aulas.
Cuando tuve mi primera novia, la visita duraba lo que tardaba La hora católica, un programa dominical de radio.
Después del eco, cuota inicial de la sofisticada inteligencia artificial, la radio fue el segundo medio de comunicación que conocí.
La primera noticia que redacté como reportero tuvo que ver con el decomiso de un contrabando de risueña cuantía. A los pillos les daba pena robar demasiado. Robaban para el diario. Salir al aire con esa inofensiva noticia me hizo sentir que no había vivido en vano.
Mi mejor trabajo como reportero lo hice para la radio: el cubrimiento de un accidentado viaje a Managua a repatriar colombianos en plena guerra de los sandinistas contra Somoza. Volvimos vivos, no héroes dentro de un ataúd.
El maestro Bernardo Hoyos, el único londinense nacido en Santa Rosa de Osos, Antioquia, ingresó a la Academia Colombiana de la Lengua de la mano de Días de radio, bella película de Woody Allen.
Cuando tuve mi primera novia, la visita duraba lo que tardaba La hora católica, un programa dominical de radio. Doña Blanquita, mi suegra, empezaba a toser cuando el padre Fernando Gómez despedía su melancólico espacio. El enamorado daba un piquito "donde dijiste enemigos" y adiós.

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