Los problemas del país no surgieron ahora

Hoy constituimos uno de los países más violentos del mundo. Y, claro, del hemisferio.

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Quien se proponga dilucidar el embrollo de una crisis política de las magnitudes y complejidad como la que desde hace décadas —que no de ahora— impacta a Colombia está obligado a analizar críticamente todos sus detalles y pormenores, ojalá asistido por el soporte sociológico, económico, estadístico e histórico de la investigación científica, para no incurrir en el craso error de atribuirle al mandatario actual el origen de nuestras dificultades.
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Un estricto sentido de la responsabilidad académica nos impide pasar por alto o menospreciar complicaciones estructurales históricas por el hecho de que algunos de sus elementos nos toquen emocionalmente, bien sea desde lo partidista o desde lo territorial. La función de un proceso dinámico en el campo de las ciencias sociales es describir, explicar, comprender, controlar, predecir hechos, fenómenos y comportamientos.
Tal como lo planteó en 1978 el investigador Mario Arrubla, brillante pensador, teórico y escritor, en una de sus presentaciones como testigo activo de una época que ha dejado profunda huella: en lo que seguimos siendo como nación, “Colombia no ha logrado adquirir el carácter de una verdadera sociedad si por ello se entiende una comunidad de experiencia e ideales”.
Nuestra democracia ha circulado aferrada al frágil mástil de un Estado cuya debilidad ha sido en gran medida producto de un proceso de apropiación privada por las élites dominantes.
Lo único que nos aproxima a esa anhelada noción es la presencia de una jerarquización que, por ser mera forma o por no tener otro contenido que el psicológico, ha encontrado su verdadera sustentación en la violencia.
Así, hasta ahora, nuestra democracia ha circulado aferrada al frágil mástil de un Estado cuya debilidad ha sido en gran medida producto de un proceso de apropiación privada por las élites dominantes con fundamentos retardatarios desde la Colonia, cuyos intereses egocéntricos mantienen en constante tensión a la población para favorecer una atmósfera política que, acompañada por su olímpico desprecio por las diferencias de clase, para nada ayuda a las transformaciones indispensables, al tiempo que favorece sus proyectos financieros o benefician el statu quo.
El planteamiento fue formulado por Arrubla cuando, según los datos disponibles, las tasas de homicidios de los años inmediatamente anteriores eran inferiores a tres por diez mil habitantes. Hoy constituimos uno de los países más violentos del mundo. Y, claro, del hemisferio, según los últimos análisis comparados existentes en la OEA.
Si a este espeluznante paisaje le añadimos la pavorosa inseguridad rural y urbana que acarreamos desde la violencia partidista clásica de los cincuenta con la ya prolongada presencia de actores armados ilegales de diverso signo, no quedaría espacio para examinar los ‘productos’ que propician y controlan otros actores dedicados a crear y controlar poderes territoriales y solventar las bases financieras y materiales de poder para beneficiarse de eventuales desgastes del régimen político como el clientelismo, la corrupción, el cohecho, el fraude electoral y el narcotráfico.
Aun cuando la expresión apoteósica de los factores que le dan cuerpo y orientación al sistema de corrupción que desde hace décadas campea en nuestro país ha sido el narcotráfico, el secuestro junto a otras fuentes de fortunas ilegales “ya han contado su historia el siglo pasado: el contrabando, el lavado de activos, la extorsión, el peculado, las canonjías o las llamadas ‘compras de conciencias’ ” para adquirir franjas importantes de la istración pública o hacer girar al Estado hacia los intereses propios.
Para la guerrilla, cuyo horizonte es la toma del poder territorial, el recurso tributario más eficiente es el secuestro, piadosamente llamado ‘retención’, como lo viene planteando sin rubor alguno el Eln en la mesa de diálogos con el Gobierno Nacional. Más allá de la violencia y el sufrimiento que así se impone sobre las familias inocentes y alejadas de la contienda política, esta práctica, condenada por la humanidad, hace poco favor a la causa supuestamente humanitaria que justifica la existencia guerrillera.
Toda esta narrativa dolorosa es la que conforma la historia de las últimas décadas que gobierno tras gobierno —con mínimas excepciones: las reformas constitucionales de 1936 y 1991— han eludido confrontar con éxito. Sin embargo, algunos sectores, por cierto, los más reaccionarios como el uribismo y el vargasllerismo, apuntan erróneamente a señalar al actual mandatario como si con él hubiera empezado todo el desastre que padecemos.
Al respecto, debo citar al eminente investigador académico y amigo Jorge Orlando Melo de su magnífico ensayo político: Colombia: las razones de la guerra, quien afirma: “Setenta años de conflicto armado dejaron un país mucho más derechista y menos reformista, en el que, como en el último siglo, podrían haberse dado avances sociales y económicos, pero siempre parciales e inconexos por la renuncia a poner en riesgo o a modificar de forma integral y coordinada el modelo vigente de desarrollo capitalista y neoliberal”.
ALPHER ROJAS CARVAJAL

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