Análisis: el origen de los nacionalismos que amenazan hoy a la democracia

Globalización creó las condiciones para el resurgimiento de este fenómeno. ¿Qué hacer?

de un grupo de extrema derecha en Alemania durante una protesta callejera contra los extranjeros en su país. Foto: Markus Heine / AFP

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La euforia después de la caída del Muro de Berlín en 1989 no se limitó a lo que Francis Fukuyama llamó una “victoria descarada del liberalismo económico y político”. También se trataba del declive del nacionalismo.
Con la rápida integración de la economía mundial, se suponía que las personas dejarían atrás sus identidades nacionales. El proyecto de integración europea, acogido con entusiasmo por jóvenes bien educados y con movilidad ascendente, no era solo supranacional, sino posnacional.
Pero el nacionalismo ha vuelto, y está jugando un papel central en la política global. La tendencia no se limita a Estados Unidos o Francia, donde el expresidente Donald Trump y la líder de la ultraderechista Agrupación Nacional Marine Le Pen, respectivamente, lideran nuevas coaliciones nacionalistas. El nacionalismo también está impulsando movimientos populistas en Hungría, India, Turquía y muchos otros países.
Adicionalmente, China ha adoptado un nuevo autoritarismo nacionalista, y Rusia ha lanzado una guerra nacionalista destinada a erradicar a la nación ucraniana.

Marine le Pen, integra el grupo de 17 parlamentarios del Frente Nacional que están bajo investigación judicial por el uso fraudulento de fondos públicos dentro del partido. Foto:REUTERS

Sus motores

Hay al menos tres factores que alimentan el nuevo nacionalismo. En primer lugar, muchos de los países afectados tienen quejas históricas. La India fue explotada sistemáticamente por los británicos bajo el colonialismo, y el Imperio chino fue debilitado, humillado y subyugado durante las guerras del Opio del siglo XIX.
Mientras que el nacionalismo turco moderno está animado por los recuerdos de la ocupación occidental de grandes partes del país después de la Primera Guerra Mundial.
En segundo lugar, la globalización aumentó las tensiones preexistentes. No solo profundizó las desigualdades en muchos países (a menudo de manera injusta, enriqueciendo a aquellos con conexiones políticas); también erosionó tradiciones y normas sociales de larga data.
Y, en tercer lugar, los líderes políticos se han vuelto cada vez más hábiles y sin escrúpulos en la explotación del nacionalismo para servir a sus propias agendas. Por ejemplo, bajo el gobierno autoritario del presidente chino, Xi Jinping, el sentimiento nacionalista se está cultivando a través de nuevos planes de estudio de secundaria y campañas de propaganda.
Del mismo modo, bajo el régimen nacionalista Hindutva del primer ministro indio, Narendra Modi, la democracia más grande del mundo ha sucumbido al iliberalismo mayoritario.
En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdogan inicialmente evitó el nacionalismo, incluso encabezó un proceso de paz con los kurdos a principios de la década de 2010. Pero desde entonces ha abrazado el nacionalismo de todo corazón y ha tomado medidas enérgicas contra los medios de comunicación independientes, los líderes de la oposición y los disidentes.

Una utopía fallida

El nacionalismo de hoy es también una reacción que se refuerza a sí misma contra el proyecto de globalización posterior a la Guerra Fría. En 2000, el entonces candidato presidencial George W. Bush describió el libre comercio como “un aliado importante en lo que Ronald Reagan llamó ‘una estrategia avanzada para la libertad’... Comercia libremente con China, y el tiempo está de nuestro lado”.
La esperanza era que el comercio y la comunicación mundiales condujeran a la convergencia cultural e institucional. Y a medida que el comercio se volviera más importante, la diplomacia occidental se volvería más potente, porque los países en desarrollo temerían perder el a los mercados y las finanzas estadounidenses y europeos.
No ha funcionado de esa manera. La globalización se organizó de manera que creó grandes ganancias inesperadas para los países desarrollados, que ahora podían reorientar sus economías hacia las exportaciones industriales y al mismo tiempo mantener bajos los salarios (la salsa secreta del ascenso de China), y también favoreció a las economías emergentes ricas en petróleo y gas.
Pero estas mismas tendencias han empoderado a líderes nacionalistas carismáticos. A medida que los países en desarrollo bien situados han acumulado más recursos, han adquirido una mayor capacidad para llevar a cabo propaganda y construir coaliciones. Pero aún más importante ha sido la dimensión ideológica.
Debido a que la diplomacia occidental ha llegado a ser vista cada vez más como una forma de intromisión (una percepción con cierta justificación), los esfuerzos para defender los derechos humanos, la libertad de los medios de comunicación o la democracia en muchos países han demostrado ser ineficaces o contraproducentes.

Turquía y Rusia: dos casos

En el caso de Turquía, se suponía que la perspectiva de la adhesión a la Unión Europea mejoraría el historial de derechos humanos del país y reforzaría sus instituciones democráticas. Y por un tiempo, lo hizo. Pero a medida que las demandas de los representantes de la UE se multiplicaron, se convirtieron en forraje para el nacionalismo turco. El proceso de adhesión se estancó y la democracia turca se ha debilitado desde entonces.

Estambul (Turquía) La gente protesta contra la agresión rusa a Ucrania en Estambull. El presidente turco dijo a su homólogo ruso que Turquía no reconocía el movimiento de Rusia sobre la soberanía de Ucrania. Foto:ERDEM SAHIN/ EFE/EPA

El nacionalismo que alimenta la invasión rusa de Ucrania refleja los mismos tres factores enumerados anteriormente. Muchas élites políticas y de seguridad rusas creen que su país ha sido humillado por Occidente desde la caída del Muro de Berlín.
La integración de Rusia en la economía mundial ha traído pocos beneficios a su población, al tiempo que proporciona riquezas inimaginables a un cuadro de oligarcas políticamente conectados, sin escrúpulos y a menudo criminales. Y aunque el presidente ruso, Vladimir Putin, preside un vasto sistema de clientelismo, cultiva y explota hábilmente el sentimiento nacionalista.
El nacionalismo ruso es una mala noticia para Ucrania, porque le ha permitido a Putin hacer que su régimen sea más seguro de lo que hubiera sido de otra manera. Sanciones o no sanciones, es poco probable que sea derrocado, porque está protegido por compinches que comparten sus intereses y sentimientos nacionalistas. En todo caso, el aislamiento puede fortalecer aún más la mano de Putin. Si la guerra no debilita su régimen, podría continuar indefinidamente, independientemente de cuánto dañe la economía rusa.

Cosas para revisar

Esta era de resurgimiento del nacionalismo ofrece algunas lecciones importantes. Es posible que tengamos que repensar cómo organizamos los procesos de globalización económica. No cabe duda de que el comercio abierto puede ser beneficioso tanto para las economías en desarrollo como para las desarrolladas. Pero si bien el comercio ha reducido los precios para los consumidores occidentales, también ha multiplicado las desigualdades y enriquecido a los oligarcas en Rusia y a quienes están en torno a la cúpula del Partido Comunista en China. El capital, más que el trabajo, ha sido el principal beneficiario.
Por lo tanto, debemos considerar enfoques alternativos. Sobre todo, los acuerdos comerciales ya no deben ser dictados por corporaciones multinacionales que se benefician del arbitraje de salarios artificialmente bajos y estándares laborales inaceptables en los mercados emergentes.
Tampoco podemos darnos el lujo de basar las relaciones comerciales en las ventajas de costos creadas por los combustibles fósiles baratos y subsidiados.
Además, Occidente puede tener que aceptar que no puede influir de manera confiable en las trayectorias políticas de sus socios comerciales. También necesita crear nuevas salvaguardas para garantizar que los regímenes corruptos y autoritarios no influyan en su propia política.
Y, lo que es más importante, los líderes occidentales deben reconocer que ganarán más credibilidad en los asuntos internacionales si reconocen el mal comportamiento pasado de sus propios países durante la era colonial y la Guerra Fría.
Reconocer la limitada influencia de Occidente en la política de otros no significa condonar los abusos contra los derechos humanos. Pero sí significa que los gobiernos occidentales deben adoptar un nuevo enfoque, restringiendo el compromiso oficial y confiando más en la acción de la sociedad civil a través de organizaciones como Amnistía Internacional o Transparencia Internacional.
No hay una bala de plata para vencer el autoritarismo nacionalista, pero hay mejores opciones para contrarrestarlo.
(*) Profesor de Economía en el MIT, es coautor (con James A. Robinson) de ‘Por qué fracasan las naciones: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza’ (Profile, 2019) y de ‘El pasillo estrecho: Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad’ (Penguin, 2020).

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