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'Por una orden absurda quedé coja de por vida', mujer denuncia maltrato en un convento

'Por una orden absurda quedé coja de por vida'

José Alberto Mojica

Editor de Reportajes Multimedia

El pie maltrecho de Paola Mattos, remendado en 14 o 15 cirugías ‒ya perdió la cuenta‒, tiene un tatuaje que sobresale entre cicatrices gruesas y profundas, con esta frase: ‘Un paso a la vez’. Al lado hay dos huellas de piecitos de bebé. En el brazo derecho se asoma otro tatuaje que dice: ‘Aquí y ahora’. En la muñeca izquierda, con la que sostiene su bastón, hay uno más que dice: ‘Vos podés’, al lado de una mariposa. Y en el pecho hay uno más: un cerebro del que brotan flores, acunado, a cada lado, por una mano. “Y en este dedo ‒el índice derecho‒ tengo una coma, pues a mi historia no se le puede poner punto final”, dice esta antioqueña de 40 años.

A la antigua monja Paola Mattos ‒ya quedó claro‒ le encantan los tatuajes. Y cada uno de ellos tiene que ver con los horrores que vivió durante 19 años en las Siervas del Plan de Dios, que trata de superar. Y hoy, en su intento por reconstruir su vida, la animan a jamás desfallecer. Todos tienen un mensaje y un significado especial, sobre todo el de ese pie derecho, que ya no le sirve y que parece moldeado en plastilina y que perdió para siempre por efecto de una orden arbitraria de la entonces superiora de esa comunidad religiosa, fundada en Lima (Perú) en 1998: la argentina peruana Andrea García.

Paola Andrea Mattos Soto ‒hija de un carpintero y una enfermera, nieta de Hermelina, una abuela camandulera que la ponía a rezar el rosario desde pequeña‒ tenía 20 años cuando decidió enfundarse en un hábito oscuro de paño que la cubría de los pies hasta el cuello, y con un velo blanco en su cabeza. Años atrás se había vinculado a las actividades sociales y pastorales del Movimiento de Vida Cristiana, una de las ramas del Sodalicio de Vida Cristiana, sociedad de vida apostólica a la que pertenecen las Siervas y fundada por Luis Fernando Figari: un peruano católico ultraconservador ‒un laico comprometido, como les dicen a los hombres que les sirven a la Iglesia sin ser curas‒ que después de fundar su ejército de monjes decidió montar un batallón de religiosas para que les cocinara, les lavaran la ropa y cuidaran de sus achaques y de los de su séquito cuando llegaran a la vejez. Un hombre con barba de chivo ‒calvo y de lentes grandes y delgados, con pinta de mártir o de beato‒, de 72 años, que desde el 2011 huye de la justicia peruana, acusado de múltiples abusos a varios jóvenes sodálites, entre ellos tres de connotación sexual.

El pasado turbulento de Figari empezó a revelarse hasta convertirse en un escándalo mediático latinoamericano. Lo conoció Paola Mattos, lo conocieron todas y también Camila Bustamante: una periodista y escritora chilena que también viajó a Lima con el sueño de convertirse en sierva y a la que rechazaron, un mes después, cuando le dijeron que Dios la quería para el matrimonio. Pero esos treinta días fueron suficientes para que fuera testigo del sistema de maltratos implementado en esa comunidad.

Varios años después ‒casada y con un hijo‒ se dio a la tarea de recoger testimonios y publicó, en el 2022, el libro Siervas, bajo el sello de la editorial Planeta. En su obra incluye una treintena de casos de distintos tipos de abusos ‒entre ellos el de Paola Mattos‒ y el de una joven de un país suramericano que afirma haber sido abusada sexualmente por Andrea García ‒que viene siendo la gran villana de las Siervas entre un aquelarre de villanas‒ y de la colombiana Claudia Duque (ver: ‘Mis superioras me agredieron sexualmente’).

*** “Siempre fui una niña rebelde, con pensamientos contrarios a mi familia, a los demás. Y siempre me ha gustado el servicio social, y fue por eso que vi una buena opción de vida como religiosa: ayudando a los demás”, dice ella con su marcado acento paisa y caminando apoyada en un bastón de madera café en el solemne y misterioso y lúgubre Cementerio Museo San Pedro, de Medellín.

Camina despacio, como impulsada por un motor a media marcha, arrastrando ese pie de plastilina. Sonríe. Siempre sonríe, aunque tenga el alma triste. Recorre los pasillos del camposanto, decorados con pinos que liberan ese fresco y aromático olor a limón, a naranja, a limón mandarino; con sus esculturas y mausoleos monumentales que bien se asemejan a los de La Recoleta, de Buenos Aires ‒donde su huésped más honorable y visitada es Evita Perón, ex primera dama de la nación de Argentina‒, o al Père Lachaise, de París, donde están enterrados la cantante Édith Piaf, los escritores Honoré de Balzac y Oscar Wilde, y los músicos Frédéric Chopin y Jim Morrison. Y hablando de ilustres difuntos, en el legendario cementerio antioqueño reposan los despojos del expresidente Pedro Nel Ospina, de los escritores Jorge Isaacs y Tomás Carrasquilla y de un tal Pablo Escobar, muy cerca del periodista Fidel Cano Gutiérrez, fundador del diario El Espectador, el mismo que, varias décadas más tarde, el narcotraficante mandaría a tumbar de un bombazo. El mismo periódico que dirigiría su nieto Guillermo Cano Isaza, que cayó masacrado tras el ataque a bala de los sicarios de Escobar.

Paola Mattos recorre el Cementerio Museo San Pedro, en Medellín. Confiesa tener una relación espiritual con Dios, aunque ya no cree en la Iglesia.Foto: Jaiver Nieto. EL TIEMPO

Detrás de Paola Mattos se levantan Las tres Marías: tres mujeres esculpidas en bronce por el artista paisa Bernardo Vieco. Tienen los rostros castigados por el dolor y las manos sobre el pecho, como clamando compasión. O piedad. También pueden ser ‘Las tres lánguidas santas’ o ‘Las tres ánimas en pena’. Bien les dicen ‘Las tres parcas’, en alusión a la muerte. O también ‒dicen allí‒ pueden ser ‘Las tres moiras’ de la mitología grecorromana, que controlan los hilos del destino. O bien serían ‘Las tres Siervas del Plan de Dios’ que la condenaron a vivir con una discapacidad permanente. Con el ‘tullido’, como ella le dice a su pie.

“Para mí, este cementerio gráfica lo que hace la Iglesia, lo que hicieron las Siervas: ‘sepulcros blanqueados’. Se refiere al versículo Mateo 23:27-32 de las Sagradas Escrituras: “¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas, que son como sepulcros blanqueados! Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de impurezas. Así también ustedes, por fuera, dan la impresión de ser justos, pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad”.

Lleva un jean y una camisa blanca. Y su peinado dista mucho de su pasado religioso: lleva las patillas rapadas con un mechón crespo que le cubre el lado izquierdo de la cabeza, lentes para esquivar esos soles tan inmisericordes de Medellín y unos aretes con penachos negros que cuelgan de mandalas plateadas. Parece la vocalista de una banda de punk. O de rock. Quien se la encuentre y no la conozca jamás pensará que tiene al frente a una mujer que fue monja durante 19 años.

***

Para viajar a Lima tuvo que vender, muy a su pesar, la colección de discos y videos de sus artistas favoritos: Héroes del Silencio, Metallica. Y con lo que recogió, más el dinero que le regaló un hermano, compró un tiquete sin fecha de regreso. Y muy feliz, dice, empezó su formación religiosa mientras hacía lo que más le gustaba: cuidar a abuelitos y a niños desamparados en distintas misiones sociales.

Llegó a la casa de las Siervas en Chosica, a las afueras de Perú. Una casa que describe como majestuosa. Y estando allí empezó a ser víctima de todo un sistema de maltratos, abuso de poder y de conciencia, y de normas arbitrariamente estrictas.

Recuerda que a ella y a sus compañeras las levantaban a las 4:30 de la mañana a nadar en una piscina helada. “Yo les dije que no sabía nadar y me respondieron que tenía que aprender, porque las siervas tienen que ser recias. No tuve otra opción que tirarme al agua, muerta del miedo. Y claro, de una vez me cogí de la orilla. Pero me pegaban con un palo para que me soltara”. Y si no cumplían con la jornada exigida ‒sigue‒, se quedaban sin desayuno, y a veces, sin los únicos tres platos de comida que les daban al día.

Pero Paola tenía otro miedo que la atormentaba: la oscuridad. Una vez se lo comentó a la superiora Andrea García, y ella le dio una orden irrefutable, como todo lo que sucedía en ese convento. Esa casa, llena de lámparas pomposas, pasillos encerados y decorada con exquisitos utensilios de realeza, tenía dos escalones: uno de ellos, externo, sin barandas pero cubierto, y por eso permanecía oscuro.“Andrea me dijo: ‘Cada vez que tengas que bajar, lo harás por esas escaleras, para que venzas ese miedo’”. Corría un día del mes de mayo de 2006. Y ella debía bajar. Y aunque nadie la estaba viendo y pudo usar las escaleras internas, por las que subían y bajaban todas, decidió obedecer.

“Llegan a manipularte de tal manera que pensé en devolverme cuando estaba al frente de esas escaleras. Pero se me vino la imagen de Andrea y de todo lo que te dicen desde el día uno: que el que obedece nunca se equivoca, que Dios todo lo ve y Dios todo lo sabe”. Y se aventó. Y dio un paso en falso y rodó uno, tres, cinco, doce, dieciocho, veinte, veintitrés, treinta, treinta y tres y treinta y cinco escalinatas, y cayó desparramada mientras el dolor en el pie derecho la hacía bramar del dolor. Después supo que se había fracturado la tibia y el peroné.

Como el lugar estaba a las afueras de la casa y por esos linderos corría un río, era imposible que alguien escuchara sus gritos de auxilio. Mientras tanto, Gris, un perro al que todas las siervas recuerdan como una bestia salvaje, empezó a merodearla, a arrimarle el hocico baboso a la cara.

Era el fila brasilero de Andrea García: un perro grande como un ternero y de intenso pelaje gris ‒por eso su nombre‒ y célebre por ser tan temerario como su dueña. “Yo solo pensaba: ese animal me va a tragar”.

Y como el al lugar era difícil, pues estaba en el campo, cuenta que un carro de bomberos tuvo que ir a rescatarla. La llevaron al centro de salud más cercano, pero resultó ser muy precario ante la gravedad de su accidente. Y tuvieron que pedirle permiso a Luis Fernando Figri para que le permitieran ser atendida en la clínica San Felipe de Lima, en donde solo las privilegiadas, como Andrea García, podían recibir ayuda médica ante sus dolencias. Y ahí ocurrió la primera de las tantas cirugías, en las que se incluyen autoinjertos de cartílago y de rodilla, perforaciones del mismo hueso para que se autorregenere y una prótesis completa de tobillo, de titanio, que el cuerpo rechazó. Y las últimas han sido fijaciones completas de tobillo. Pero nada le ha funcionado a ese endeble pie de plastilina.

***

Todos los días, cuando se despierta, piensa en sus victimarias. “¿Cómo me hicieron eso? ¿Cómo permití que me dañaran la vida? Vive uno entre la rabia y la impotencia”, dice Paola Mattos, y equipara su situación a la de una esposa sometida por un hombre machista que la golpea y la traiciona con otras mujeres.

“Cuando me preguntaron cómo me caí y pregunté a mi consejera, Elizabeth Sánchez, por qué me obligaron a bajar por esas escalas, ella me corrigió y me hizo escribir cien veces: ‘El que obedece nunca se equivoca’. Y me dijo que no era quién para cuestionar y que Dios había permitido ese accidente para algo”, escribió en la denuncia que interpuso en la Arquidiócesis de Lima y también en la sede principal de las Siervas, en la misma ciudad.

Antes de llamar a su familia a comentarles que debía someterse a una cirugía, su consejera habló con ella. “Me dijo: ‘Recuerda que los trapos sucios se lavan en casa. No le des detalles a tus familiares, están muy lejos y para qué preocuparlos. Y jamás le digas que fue una orden de Andrea. Tienes diez minutos para hablar con ellos”. Una hermana estuvo a su lado mientras hablaba con la mamá, pendiente de la conversación. Le dijo que se había resbalado y que tenía una fractura leve.

Luego de esa primera cirugía y de la recuperación, en mayo de 2007, fue enviada a trabajar a Chile a una de las casas de la congregación. Y allá estuvo hasta el 2015. Estando en ese país ‒por la altura y por el frío en el invierno‒ presentó dificultades con el pie. Dolores permanentes, tortuosos. Y aunque el sistema de salud de Santiago es mucho más sofisticado, la obligaban a ir a Lima para que le hicieran los demás procedimientos. Luego entendería que la querían allá, en el epicentro de la comunidad, para tenerla bajo control.

***

Una sierva veterana, ya con los compromisos perpetuos ‒uno de los escalones más elevados‒ decidió colgar los hábitos. Para entonces, ya se asomaba una suerte de cisma entre las religiosas, que ya no aguantaban tanta tortura y sometimiento. “Nos decían que era una traidora, que había abandonado el barco, que quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno del reino de los cielos. Satanizaron el discernimiento de una mujer”.

Paola Mattos empezó a expresar dudas vocacionales. La comunidad le asignó una psicóloga. Pero ya para entonces estaba decepcionada, frustrada. Arrepentida. Sabía que su historia como monja estaba cerca del fin.

Hasta que un día, después de 15 años, la obligaron a volver a Lima. Le dieron una semana para que empacara su vida en una maleta, para despedirse de los amigos que había hecho en esa ciudad y que nada tenían que ver con el convento.

“Me es inevitable levantarme en las mañanas, poner mi pie, intentar dar pasos y entender que debido a una orden absurda soy coja. Y que esa orden me dejó con muchas limitaciones a nivel social y laboral”.

Al regresar, resignada, debía ir a una iglesia donde celebraban la misa y que quedaba a una considerable distancia. Casi todas se iban en mototaxi. El pasaje, entonces, costaba un sol peruano (unos mil pesos colombianos). Pero a ella no la dejaban. “Me decían que debía ser recia, que entre más exigencias, mejor sería para mí”. Y debía caminar varios kilómetros, apoyada en un bastón o una muleta, y arrastrando ese pie maltrecho que cada vez se ponía más hinchado y que la obligó a someterse a una nueva operación. Aunque sabía que ese procedimiento saldría mejor en Chile, sus superioras querían que se lo hiciera en Perú. Pero ella habló con su hermano y él le pagó el pasaje a Santiago.

Corría el 2019 y, en un insospechado gesto de rebeldía, decidió inscribirse en la carrera de sus sueños: Trabajo social. Ella siempre había querido estudiar y no se lo permitieron. Ese privilegio era de muy pocas. Y empezó a cursar sus estudios de manera virtual en la Universidad Católica del Norte, de Colombia.

Al año siguiente, el 27 de febrero de 2020, les dijo adiós a las Siervas del Plan de Dios, que le dieron una bonificación económica equivalente a dos salarios mínimos legales vigentes de Chile. Esa plata le duró muy poco. Buscando qué hacer, consiguió trabajo como profesora. Pero al poco tiempo llegó la pandemia y tuvo que irse a vivir con una amiga y su familia, que la recibieron con generosidad.

Vivió con ellos durante varios meses, pero sentía que se había convertido en una carga para ese hogar, en plena crisis del coronavirus. Angustiada, como todos en esa época, logró hacerse un cupo en uno de los vuelos humanitarios, que también pagó su hermano. Tras aterrizar en Medellín, por fin se sintió libre, aunque con las alas rotas. Y se descubrió como una total desconocida para su familia.

Poco a poco empezó a reconstruir su vida después de vivir 19 años en un convento. Buscó empleo. Tocó puertas. Y entendió que una persona con una discapacidad como la suya debe esforzarse mucho más para conseguir trabajo. Hasta que le abrieron las puertas en una institución donde desarrollan iniciativas sociales.

***

Paola Mattos es ya una trabajadora social, y ese es uno de sus mayores orgullos. Vive con su madre. Y aunque quisiera independizarse, el sueldo no le alcanza. Y ite no estar preparada para tener una relación sentimental, pues sabe que necesita sanarse primero. Volver a amarse para poder amar a alguien más. Y por supuesto, espera una indemnización económica para poder pagarse las terapias. No ha tenido cómo costearlas. Y las que le ha ofrecido la comunidad a través de la Fundación Eshma, que apoya a víctimas de abusos en entornos eclesiásticos, son virtuales y siente que no le funcionan.

“Me es inevitable levantarme en las mañanas, poner mi pie, intentar dar pasos y entender que debido a una orden absurda soy coja. Y que esa orden me dejó con muchas limitaciones a nivel social y laboral”. —¿Qué espera que pase con las Siervas del Plan de Dios?
—Que reconozcan su culpa de manera pública. Que itan que eran conscientes de sus abusos de conciencia y de poder, y de connotación sexual: conozco a varias exsiervas, muy cercanas, que sufrieron ese tipo de agresiones en su intimidad y que quedaron traumatizadas para siempre. Y espero una reparación económica.
—Entiendo…
—No va a haber dinero que me devuelva mi pie. Ni que me devuelva la dignidad perdida ni los años perdidos, pero, en aras de la justicia, es fundamental una reparación integral y que reconozcan que te hicieron daño.
—¿Sigue creyendo en Dios?
—Tengo una muy buena relación con Dios, una espiritualidad. Pero estoy cada vez más alejada de la Iglesia, pues su estructura está contaminada y necesita ser reparada desde sus cimientos.
—¿Qué les diría a las jóvenes que quieren una vida en los caminos religiosos?
—La que tenga vocación, que busque. Existen muchas comunidades donde, seguro, podrán servirles a Dios y a los demás, sin que las maltraten y les arruinen la vida, como a nosotras.
También espera que las Siervas se disuelvan, aunque sabe que quedan muy pocas. “No puede darse un buen fruto de una raíz mala, podrida”.