
Viaje al inframundo del pueblo guane
Estamos aquí –en terrenos del municipio de El Peñón, Santander– para seguir las huellas que dejan a su paso los guaqueros, saqueadores inclementes de las reliquias que hay en el interior de las cavernas en Colombia; vestigios constituidos en su mayoría por piezas de oro, cerámica y otros objetos pertenecientes a la etnia guane, uno de los pueblos que habitaron esta región del país antes de la llegada de los españoles y que han sido y siguen siendo piezas apetecidas por sus altos precios en el mercado negro del patrimonio cultural.
Han transcurrido unas tres horas desde que partimos de la cabecera de este pueblo de un poco más de 5.000 habitantes, justo en el corazón del país. Luego de transitar en carro durante una hora por una carretera destapada, hicimos una primera parada junto a la casa de Rubén Morales, un campesino ya entrado en años pero lo suficientemente fuerte como para ayudarnos a cargar algunos de nuestros pesados equipos durante la caminata de dos horas que nos esperaba.
Avanzamos por el monte a través de senderos dibujados por Rubén, quien, en ocasiones, desenfunda su machete para abrir el paso entre las ramas y helechos que se nos atraviesan. Rubén empieza a convertirse en parte fundamental de esta misión. Cruzamos lodazales, atravesamos praderas, subimos por empinadas pendientes y esquivamos los insectos que nos persiguen. Cada cierto tiempo nos detenemos a hidratarnos y a tomar un impulso en nuestro viaje hacia Las Escuillas.
El valle de la muerte
Pero hay poco tiempo para recapacitar. Son casi las seis de la tarde, y el problema no es que caiga la noche, pues, dice el espeleólogo Higuera, en estas grutas siempre reina la oscuridad; sino que las bajas temperaturas nocturnas son un obstáculo para la exploración de las grutas y pueden dificultar bastante el movimiento dentro de las cavernas.
Así que cada segundo que pasa cuenta. Nos ponemos nuestros overoles de espeleología –diseñados especialmente para mantenernos secos en un ambiente de mucha humedad y protegernos de los golpes y la abrasión de las rocas–, nos amarramos los arneses, nos calzamos las botas pantaneras, ajustamos las luces de nuestros cascos e iniciamos el descenso.
Es solo dar unos cuantos pasos para que la luz del día quede detrás de nosotros. Nos sumergimos en una negrura y un silencio totales, interrumpidos únicamente por la luz de nuestras linternas y el ruido que hacen nuestros trajes con cada paso que damos.
Tan solo nos hemos internado unos pocos metros en la cueva, y frente a nosotros aparece una escenografía como sacada de la Divina comedia, de Dante Alighieri: un paisaje de hoyos cavados en la tierra, uno tras del otro, en filas e hileras, y cada uno con el tamaño exacto para que en él quepa una persona de contextura pequeña.
Pocos días después, funcionarios de la Fiscalía General de la Nación llegaron a la cueva a hacer los exámenes forenses. Cuál sería la sorpresa de la cúpula militar ante el dictamen del ente investigador, el cual aseguraba que aquellos cuerpos no pertenecían a combatientes, sino a indígenas precolombinos. De esto dio cuenta un artículo que EL TIEMPO publicó en aquel momento.
Según la nota, titulada ‘Tumbas de Farc eran cementerio indígena’, los once funcionarios de la Fiscalía que hicieron los exámenes correspondientes se encontraron con que varios de los huesos se pulverizaban con solo tenerlos en la mano, y coincidieron en que “las tumbas hacían parte de un cementerio que, incluso, había sido saqueado por estudiantes de arqueología o guaqueros dedicados a buscar oro o utensilios de valor cultural que podían haber sido sepultados en esta clase de cementerios”.
De acuerdo con el periodista Camilo Chaparro, autor de dicho reportaje, la Fiscalía estableció a la vez que las tumbas estaban estratificadas: “Se trata de un sistema de cementerio indígena en el que el sol va iluminando en su recorrido, primero, las tumbas de quienes, se supone, eran los muertos más prominentes y, después, las de quienes están a su lado hasta cubrir todo el campo”. Según Chaparro, la errada evaluación del hallazgo por el Ejército cobró en su momento la connotación de un escándalo que no pasó de ahí.
Un tesoro que se pierde
Eso se hace evidente cuando empezamos a explorar el interior de la caverna, donde encontramos restos óseos prácticamente a cada paso que damos y en cada punto que alumbramos con las linternas. En algunos sitios, los huesos están amontonados en pilas de docenas de restos. Los hay largos, como tibias, húmeros y fémures. Incluso, en la fosa más profunda con la que nos topamos, de unos tres metros de profundidad, hallamos un cráneo bastante bien conservado.
Unos 50 metros caverna adentro, Ferney nos hace una señal con la mano para que nos detengamos. Rápidamente apunta con el dedo al suelo arenoso y se hinca para recoger una pequeña pieza de forma triangular: “Esta vértebra puede ser de un niño, pues su tamaño es relativamente pequeño. Uno puede ver que acá sepultaban personas de todas las edades”, indica el docente, quien aspira a convertirse en espeleólogo profesional en el futuro.
Y continúa: “Conociendo que algunas culturas antiguas buscaban el inframundo para el descanso eterno de sus cuerpos, ellos tendían a enterrarlos en cuevas. Por eso, en muchas partes, los entierros se hacían en este tipo de lugares, por esa creencia de que el cuerpo pasaba al más allá por el inframundo”. Los responsables de todo este desorden mortuorio son los mismos guaqueros, quienes, en su afán por encontrar algún objeto de valor, no reparan en desperdigar por todas partes lo que no les parece valioso.
Santander –explica el experto– es de los pocos departamentos de Colombia que, en la actualidad, no tienen comunidades indígenas. Se estima –sigue en su explicación– que los guanes vivieron en esta región entre los años 1200 y 1600 (d. C.), pero se extinguieron muy pronto después de la llegada de los españoles y con el subsiguiente proceso de mestizaje.
“Desafortunadamente, en la actualidad son pocos los vestigios que nos quedan de ellos porque, como su economía estaba basada en el trueque, en especial de objetos fabricados de algodón, la mayoría de estos se han desintegrado con el tiempo”, asegura Acosta. Y añade que la mejor manera de conocer a los guanes no es a partir de lo que ofrecían en sus intercambios, sino de lo que recibían a cambio de sus tejidos: el oro y la cerámica que tanto apetecen los guaqueros. Tejidos que –literalmente– valían oro.
Acosta asegura que la mayoría de las colecciones arqueológicas sobre los guanes que hoy hay en universidades y otros centros de conservación no son producto de investigaciones académicas y excavaciones, sino que fueron compradas, muy seguramente, a los guaqueros. “Esto es un pequeño consuelo porque, aunque podemos conservar algunas piezas, no podemos hacer estudios a fondo sobre esta valiosa etnia, porque todas las piezas arqueológicas están sacadas de su contexto original”, dice.
La respuesta de las autoridades
“Nuestro llamado es a que el Icanh y los organismos correspondientes hagan presencia en la zona para proteger todo este patrimonio, más aún cuando sabemos que en la zona hay otras cavernas que contienen valiosos patrimonios que están en peligro de ser encontrados y profanados por los guaqueros, razón por la cual no queremos revelar su ubicación”, pide López.
Ante estas denuncias, Juan Manuel Díaz, coordinador del Grupo de Arqueología del Icanh, le dijo a este diario que, en el 2015, este instituto tuvo conocimiento de la acción de los guaqueros en las cavernas de El Peñón. En ese momento hicieron presencia en el lugar y evaluaron la situación en mayo del 2016 y, efectivamente, encontraron los restos humanos de origen prehispánico.
“Hallamos 37 cráneos, 12 mandíbulas y restos de adultos y de niños cuyo contexto había sido intervenido. Estos cráneos presentaban deformaciones intencionales y estaban asociados a fragmentos de cerámica naranja con pintura roja, que es característica de la cultura guane. Asimismo, evidenciamos restos de megafauna”, indica Díaz, y agrega que informaron a las comunidades locales sobre los hallazgos. En su informe, el arqueólogo responsable concluye que, a pesar de la intervención que ha sufrido el sitio, “todavía hay trabajo por hacer”.
“En su momento, les dijimos a los entes territoriales que debemos trabajar en conjunto porque hay una corresponsabilidad de ellos en la protección del patrimonio y que tratáramos de sacar un proyecto de investigación para garantizar la protección de estos recursos. Estamos interesados en adelantar procesos de investigación en estos lugares, pero primero debemos gestionar los recursos, y en esa tarea estamos. Nosotros atendemos alrededor de 130 hallazgos como este al año en el país, y todos requieren la misma atención, pero nuestro grupo de profesionales es pequeño”, apunta Díaz.
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NICOLÁS BUSTAMANTE HERNÁNDEZ
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