

40 años de la toma de la Embajada de República Dominicana
Cuando la guerra en Colombia fue noticia mundial
La noticia del secuestro masivo de un grupo de embajadores, en el corazón de Bogotá, puso al conflicto armado en la primera página de todos los periódicos del planeta. Un hecho que sigue dando lecciones cuatro décadas después.

Eran otros tiempos. Un grupo insurgente irrumpe a disparo limpio en una delegación diplomática y secuestra a medio centenar de civiles. Tras dos meses de negociación, los asaltantes salen en un avión rumbo a La Habana, flanqueados por sus cautivos, en medio de vítores y pañuelos blancos, mientras el Presidente de la República reivindica el triunfo general: “Ganamos todos. Ganó el país”, declara con alivio.
¿Cómo vería la ciudadanía de hoy una acción similar? ¿Aplaudiría a una encapuchada que desafía a los inmóviles integrantes de las Fuerzas Armadas, brazo en alto, exhibiendo la V de la victoria?
Han pasado 40 años desde aquel miércoles 27 de febrero de 1980 cuando un comando de dieciséis guerrilleros del entonces Movimiento 19 de abril (M-19) se tomó, a plena luz del día y en una acción inédita en el mundo, la embajada de la República Dominicana en Bogotá.
En cualquier país, cuatro décadas son un tiempo más que suficiente para hacer una lectura reposada de semejante acción. ¿Será posible aquí, donde a pesar de los avances democráticos aún hay quienes reivindican el uso de las armas para imponer sus ideas?

¿Cómo vería la ciudadanía de hoy una acción similar? ¿Aplaudiría a una encapuchada que desafía a los inmóviles integrantes de las Fuerzas Armadas, brazo en alto, exhibiendo la V de la victoria?
“Con el pueblo, con las armas al poder”. Esa era la creencia de Luis Otero Cifuentes (Cali, 1946), uno de los con más pergaminos para esta causa en el Comando Superior del M-19. Además de tener estudios de antropología en la Universidad Nacional solía echar el cuento de haber defendido, hombro a hombro, la revolución cubana en las mismísimas sierras del Escambray bajo las órdenes de Fidel Castro.
De vuelta en el país, Otero se internó por un tiempo entre la manigua para ver cómo eran las cosas en las Farc. Junto con otros militantes les dijeron hasta luego a Manuel Marulanda Vélez y Jacobo Arenas con el argumento de que, sí seguían allí, se morirían de viejos y nunca triunfarían.
“La guerra hay que llevarla a las ciudades. De lo contrario, aquí la selva terminará por devorarnos”, les explicaron.
Y así fue. A ellos se sumaron decenas de procedentes de las universidades, arrojados intelectuales e incluso soñadores de ‘familias bien’ para crear una organización diametralmente opuesta a las tácticas y estrategias de las Farc. Atrás quedaban los tiempos en que las emboscadas se libraban monte adentro. Ahora eran sobre el asfalto, a la vuelta de la esquina.
Otero fue quien concibió y propuso el plan para tomarse una edificación en el corazón de la capital, con el suficiente ruido para que se sintiera en la Casa de Nariño.

El robo de cinco mil armas
La toma se hizo dos años después del robo de armas del Cantón Norte. Esta fue una acción de una osadía tremenda porque para la época no era otra cosa que meterse en la boca de lobo. Se trataba de una de las unidades militares más estratégicas y protegidas del país, en unos años aciagos en los que muchos creían que el mando realmente lo llevaban los militares.
Los guerrilleros alquilaron la casa del frente, en la calle 106 con carrera Séptima, construyeron un túnel de más de 80 metros y se entraron en la noche del 31 de diciembre de 1978 y se llevaron cinco mil armas. ¡Cinco mil!
Antes de salir, en las primeras horas de 1979, escribieron en las paredes: “¡Feliz año H.P! Ahora sí habrá guerra”.
Y la hubo. El gobierno de Julio César Turbay Ayala, temido por su mano dura, ordenó a las tropas su recuperación inmediata para reparar en algo la humillación. En poco tiempo, los militares lograron buena parte su cometido. Sin embargo, se denunció que la cacería fue hecha entre torturas y asesinatos.
Era la época en que regía el Estatuto de Seguridad, una inflexible herramienta judicial con la que se hacía frente a los grupos insurgentes y que en el camino ahogaba la protesta social a extremos delirantes: Los militares, por ejemplo, tenían autorización para detener a tres personas que se juntaran en una calle y llevarlas a interrogatorio para saber qué estaban tramando en grupo.
En esos días convulsos, la expresión ‘guerra sucia’ corría de boca en boca y en las cárceles se sumaban los presos políticos. Turbay, por su parte, siempre lo negó: “El único preso político que hay en Colombia soy yo”, decía.
Por eso, Otero planeó la toma de la embajada. “Así el mundo sabrá que aquí sí hay presos políticos”. Y puso en la mira a una edificación de dos plantas con un carga simbólica porque en el pasado había pertenecido al general Gustavo Rojas Pinilla.

La toma se hizo dos años después del robo de cinco mil armas del Cantón Norte. Se trataba de una de las unidades militares más estratégicas y protegidas del país, en unos años aciagos en los que muchos creían que el mando realmente lo llevaban los militares.
Cuando los guerrilleros ingresaron a la sede de la embajada, en la carrera 30 número 46-46 frente a lo que hoy es la estación Universidad Nacional de Transmilenio, llevaban como primera exigencia la liberación de 311 presos políticos.
Dos días atrás, el 25 de febrero, Rosemberg Pabón (Yumbo, Valle 1947), llamó a dos de sus compañeros más cercanos y les comentó que debían despedirse. “Le dije al ‘Negro’ y a ‘La Chiqui’: vamos a pegarnos una rasca ni la hp porque no sabemos qué va a pasar. Despidamos el año y despidámonos, porque lo más seguro es que nos vamos a morir”, afirmaría Pabón en un testimonio en la revista Credencial.
Él era el líder de la operación ‘Democracia y Libertad’, en la que se haría llamar Comandante Uno: una jerarquía similar a la de los sandinistas cuando se tomaron el Palacio Nacional en Managua, el 22 de agosto de 1978, con todos sus legisladores adentro en una operación que fue decisiva en el derrocamiento de la dictadura de los Somoza. La diferencia es que allá no había extranjeros.
“Pedimos toda la música vieja, habida y por haber: Daniel Santos, La despedida; Renunciación, de Javier Solís… al otro día ya nos concentraron en una casa”, agregó Pabón.

Comenzó la acción
El ingreso fue tan eficaz como delirante. Pabón entró disparando junto a tres guerrilleros más. “Yo tenía la ‘invitación’, que era una 9 milímetros. Entonces frente a eso, ¿cómo va a decir el guardia que no siga?”. Los otros doce guerrilleros eran unos muchachos que llevaban un buen rato jugando fútbol en un potrero del lado. Por eso, irrumpieron decididos y vestidos con sudaderas de color verde y rojo.
A las 12:15 del mediodía se escuchó el primer disparo hecho por el comando armado que se bautizó como Jorge Marcos Zambrano, en honor a un miembro del M19 asesinado en Cali.

Cuando los guerrilleros ingresaron a la sede de la embajada, en la carrera 30 número 46-46, frente a lo que hoy es la estación Universidad Nacional de TransMilenio, llevaban como primera exigencia la liberación de 320 presos políticos.
“Yo estoy entrando y veo a un man armado; entonces, la primera reacción fue tirarme al suelo, y veo que el tipo se tiró al suelo también; me asomo y él se asoma, disparo y él dispara. Me doy cuenta de que es un espejo… creo que esos fueron todos los disparos que di en toda la Embajada”, diría Pabón.
Cincuenta personas, entre ellas 16 embajadores, personal de servicios, cónsules, secretarios y asistentes a la reunión, estaban dentro de la sede. Habían caído cautivos, entre otros, Diego Asensio, embajador de Estados Unidos; monseñor Angelo Acerbi, nuncio Apostólico de El Vaticano; y los embajadores de Brasil, Venezuela, Costa Rica, México, Uruguay, Austria, El Salvador, Egipto, Guatemala, Haití, Suiza, Israel, Italia y, por supuesto, el de República Dominicana. Los ecos del conflicto armado de Colombia ahora recorrían el planeta.
Uno de los jóvenes guerrilleros recibió un disparo en la nuca por parte de los perplejos escoltas. Su nombre era Carlos Arturo Sandoval, aunque sus compañeros lo lloraron como ‘Camilo’. En ese fuego cruzado también resultó gravemente herido el encargado de negocios de Paraguay Óscar Orostiaga, el guardaespaldas del embajador de EE. UU., Pedro Oliveros, y dos civiles más que estaban en el exterior de la residencia.
“Nunca imaginé que él fuera a morir”, recordaría Pabón sobre el joven combatiente. “Siempre pensé que podía ser ‘La Chiqui’, ella era la más lenta según los reportes… por eso le pusimos un chaleco. A ella le pegaron un tiro en todo el centro de la espalda, le dio en el chaleco y la empujó para adentro”, agrega Pabón en su relato a Credencial.
“Las dos primeras horas fueron durísimas, pero nos favoreció que había mucha gente. Había 57 personas que se podían parar por todos lados y eso aminoraba, porque no podían disparar a la loca… la gente se escondía y se paraba, la gente cumplió esa orientación muy bien y eso nos salvó”, explicar Pabón.
En realidad fue una acción temeraria en la que se puso en riesgo a las víctimas. Los guerrilleros, por ejemplo, los pusieron de escudos en las ventanas para que gritaran que cesara el fuego. “Aquí puede ocurrir una matanza”, clamaba del embajador venezolano, Virgilio Lovera. “Pido que se retire la Fuerza Pública como la única forma de que se nos garantice la vida a los que estamos aquí”, argumentaba Ricardo Galán, representante de México.
Ese día hubo una pedrea en la Universidad Nacional, por lo que había varios periodistas cerca. En la medida en que se conocían más datos, empezaron a llegar más cámaras, grabadoras, micrófonos, transmóviles de información, bolsas con monedas -porque entonces los teléfonos públicos funcionaban así- y un enjambre de cables que se fueron extendiendo en una calle adyacente a la que bautizaron como Villa Chiva. Allí estuvieron acuartelados, durante los 61 días que duró la toma, más de 200 periodistas.

En realidad fue una acción temeraria en la que el riesgo fue máximo para las víctimas. Los guerrilleros, por ejemplo, los pusieron de escudos en las ventanas para que gritaran que cesara el fuego.
¿Dos meses de negociación? Sí. Para sorpresa general, el duro presidente Turbay sorprendió al aceptar que la mejor vía para resolver la situación era sentarse a conversar, a través de la palabra.
En un principio, las autoridades cortaron los teléfonos. El comandante Uno y La Chiqui, Carmenza Cardona Londoño (Cartago, Valle, 1953), gritaron que necesitaba un walkie talkie para empezar a hablar. La guerrilla exigió que lo trajera un periodista, sin ropa, solo en calzoncillos y con las manos en alto. Guillermo Franco Fonseca, un curtido reportero de la crónica roja se ofreció y atravesó la calle exhibiendo el aparato y un pañuelo blanco.
Luego, el gobierno de Turbay Ayala se comunicó con los guerrilleros a través del canciller Diego Uribe Vargas. Los os dieron sus frutos porque el jueves 28 fueron liberadas 13 personas, entre ellas 10 mujeres, un joven de 16 años, y dos heridos.
Con la ayuda de la Cruz Roja y tras la salida de los empleados, meseros y mujeres que estaban en la recepción de la Embajada, el Gobierno dio vía libre para llevarles comida, bebidas, ropa, cobijas, almohadas, libros y hasta juegos de mesa para matar los horas de ocio.
A los dos días de la toma, el Gobierno aceptó negociar. Las conversaciones se hicieron en una camioneta tipo van, sin puertas traseras, que se estacionaba frente a la Embajada. De parte del Gobierno iban Ramiro Zambrano Cárdenas y Camilo Jiménez Villalba; como garante, el embajador de México, Galán; y de parte del M-19, La Chiqui, a quien apenas se le veían sus grandes ojos negros y sus cejas pobladas. Una mujer que sus escasos 1,55 metros de estatura se erigió como una figura de alto impacto mediático.
Años atrás, La Chiqui no soñaba con la revolución sino con el modelaje. De hecho, una amiga la convenció de posar desnuda para retratar sus atributos. Las imágenes fueron enviadas a una revista que habría podido cambiar su destino, pero las engavetó y nunca las publicó. Entonces se hizo maestra, como Rosemberg Pabón, y así se conocieron. Empezaron la militancia y una relación sentimental. Ese privilegio quedó en evidencia cuando fue la única pareja que podía dormir junta, en una cama que había en la embajada.

Así, tras 24 reuniones entre la guerrilla y representantes del presidente Turbay, llegó el día número 61 y el país vio salir a los guerrilleros acompañados por los diplomáticos. Iban al aeropuerto El Dorado.
“La Chiqui era la quinta en la jerarquía de la toma, entonces la mandé a ella. Todas las compañeras eran de buen nivel intelectual, creo que fue una buena decisión mandarla. Pero si hubiéramos mandado a otra, habría hecho la misma labor”, cuenta Pabón.
La tensión de estar cautivos llevó al desespero a algunas personas. El embajador de Uruguay, Fernando Gómez, no resistió y se escapó. El único que consiguió escapar ante un descuido de sus captores. El hombre saltó por una ventana y corrió hacia las tropas del Ejército que acordonaban el lugar.
Los días pasaban en Villa Chiva más bien con pocas noticias. Sin embargo, el periodista Hernando Corral recuerda que había otros oídos que sabían todo lo que ocurría: Los servicios de inteligencia y la Agencia Central de Inteligencia, CIA.
Estos, anota Corral, habían instalado sofisticados micrófonos que le permitían enterarse de todos los detalles. La CIA arrendó una casa cerca de la embajada y con equipos de comunicación dirigidos directamente al sitio donde se encontraban los secuestrados, día y noche se enteraban de los detalles de lo que sucedía: de las reuniones privadas de los guerrilleros, de sus planes, de sus contradicciones, de las reuniones privadas de los del cuerpo diplomático secuestrado, de los debates entre secuestrados y secuestradores, de lo que comían o no comían, de lo que bebían y no bebían, de todas las intimidades, incluidas las sexuales, de los amoríos, de los coqueteos y hasta de las infidelidades.

El desenlace
Así, tras 24 reuniones entre la guerrilla y representantes del presidente Turbay, llegó el día número 61 y el país vio salir a los guerrilleros acompañados por los diplomáticos. Iban al aeropuerto Eldorado. En el trayecto, cientos de personas salieron a gritar vivas al grupo con pañuelos blancos. Desde los techos de las casas, otros los despedían con emoción.
Se hablaba de un final para todos. Aunque nadie imaginó que luego el país entraría en una espiral miedosa del secuestro como arma para alcanzar la revolución. Años después, el 6 de noviembre de 1985, el M19 se tomaría a sangre y fuego el Palacio de Justicia.
En el aeropuerto abordaron un avión de fabricación rusa junto con 12 de los rehenes, entre ellos los embajadores de Estados Unidos, Brasil, México, Guatemala, Suiza y el Nuncio Apostólico. Representantes de la OEA los acompañaron para garantizar el operativo final. Los insurgentes derrochaban felicidad. De los 16 guerrilleros, tres eran parejas y otros dos se enamoraron en la Embajada.
Ninguno de los 311 presos políticos fue liberado y, de acuerdo con el Gobierno, no se le dio dinero a los guerrilleros. Sin embargo, algunos aseguraron que el M-19 logró que las autoridades les dieran 3 millones de dólares.
A llegar a La Habana, La Chiqui se puso frente a los micrófonos que le pusieron periodistas del mundo entero y habló durante 15 minutos, con vehemencia, sobre las dramáticas condiciones políticas y sociales que vivía Colombia, un país donde apenas se empezaba a asomar la temible cabeza del paramilitarismo y las incipientes organizaciones de tráfico de drogas ilícitas.
Aquí, entre tanto, todos creían que Colombia había pasado la página más difícil y jamás imaginada de la historia de violencia política. “Ganamos todos. Ganó el país”, fueron las palabras del presidente Turbay.
Entrevistas y análisis exclusivos
Las escenas que quedaron fotografiadas para la historia
Imágenes de archivo, tomadas hace 40 años, develan la conmoción que generó este hecho para los secuestrados y para el país.
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Créditos
REDACCIÓN EL TIEMPO
Armando Neira, María del Mar Quintana Cataño, Duván Álvarez De las salas, Javier Arana Rodríguez, María Fernanda Arbeláez Méndez.
VIDEO
Juan Pablo Rueda Bustamante, Juan David Blanco, Angie Alejandra Gómez Sánchez, David Ríos.
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Editor gráfico: Beiman Pinilla. Equipo de diseño: Sandra Rojas, Alejandra Anderson Jiménez y Claudia Cuadrado León. Infografía: Carlos Morales. Animación: Sebastián Márquez.
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