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'La conversión de los jueces en políticos destruiría el Estado de derecho'

Manuel Aragón Reyes, magistrado del Tribunal Constitucional de España, habló con EL TIEMPO.

El rey Felipe VI saluda al magistrado Manuel Aragón Reyes, en la Real Academia de Jurisprudencia el 16 de abril del 2016.

El rey Felipe VI saluda al magistrado Manuel Aragón Reyes, en la Real Academia de Jurisprudencia el 16 de abril del 2016. Foto: ARCHIVO PARTICULAR

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Falta espacio para escribir la dilatada trayectoria de Manuel Aragón Reyes, recientemente designado a la Academia colombiana de Jurisprudencia. Cincuenta y dos años de profesor de Derecho Constitucional en universidades de diversos países, de los últimos cuarenta y dos años como catedrático. Consejero de Estado y Magistrado del Tribunal Constitucional de España. Académico de Número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España. Además, es miembro del Patronato de la World Jurist Association y director del próximo Congreso a celebrarse en Barranquilla este diciembre.
La conversación se inicia remontándonos al miércoles 6 de diciembre de 1978. Los españoles votaban en referéndum la Constitución.
Habían transcurrido apenas tres años de la muerte de Francisco Franco. Según reseñan los medios, fue un acontecimiento para toda España. Felipe González olvidó el cumpleaños de su hijo David; el ministro de Interior Rodolfo Martín Villa, su carné de identidad, y el máximo dirigente comunista, Santiago Carrillo, colocó su voto pese a sus 39 grados de fiebre. Años después, en 1991, en Colombia se aprobó la nueva Constitución, de la que usted fue asesor.
La Constitución española de 1978 vino a culminar el proceso de transición política de la dictadura a la democracia iniciado en 1975-1976. Fue una Constitución de consenso, con un contenido que ha permitido a España disfrutar de los mejores cuarenta y tres años de su historia. Creo que también esas virtudes se dieron en el proceso constituyente colombiano que dio lugar a la Constitución vigente de 1991. En esa tarea, y por encargo del gabinete del presidente Gaviria, ayudé asesorando con el convencimiento de que esa Constitución significaría, como así fue, un instrumento fundamental para la mejora de la democracia y el Estado de derecho en un país, Colombia, con el que, desde hace muchos años, me unen lazos de afecto personal e institucional.
¿Cuál es la importancia de las constituciones en las sociedades democráticas?
La Constitución es la pieza fundamental para asegurar la convivencia en paz y libertad, protegiendo los derechos, dividiendo y controlando los poderes, asegurando el Estado de derecho y, por ello, la seguridad jurídica absolutamente necesaria para el progreso social y económico. En realidad, no hay más Constitución que la Constitución democrática, pues solo en ella es posible la limitación jurídica de los poderes constituidos, garantizando la libertad, la igualdad y, en definitiva, el sistema democrático. En tal sentido, solo es posible la democracia efectiva cuando es una democracia constitucional.
¿Qué opina de los procesos constituyentes? ¿Son peligrosos?
Depende. Mi opinión es que siempre es preferible reformar la Constitución, cuando fuera necesario, utilizando las propias reglas que ella ha previsto para su reforma. Es cierto que, a veces, cuando el cambio es radical (por ejemplo, pasar de una dictadura o un Estado autoritario a uno democrático) puede ser comprensible que se abra un proceso constituyente. Pero, en la medida de lo posible, creo que la vía de la reforma constitucional, y no de la ruptura, es un buen camino para la estabilidad social e institucional de un país.
En la monarquía parlamentaria española, a la nación la representan las cortes generales; al Poder Ejecutivo, el presidente del Gobierno, y al Estado lo representa el rey. ¿Hay casos en los que se ha producido un “presidencialismo”?
Usted lo ha dicho muy bien: como establece la Constitución española, a la nación la representan las cortes generales; al Poder Ejecutivo, el presidente del Gobierno, y al Estado el rey. Ello desde el punto de vista jurídico, sin perjuicio de la representación simbólica por el rey de la entidad política histórica y actual llamada España. Además, en nuestra monarquía parlamentaria, como en cualquier otra europea, el rey no ejerce poder político propio, sino influencia, mediante sus funciones constitucionales de animar y advertir, y su derecho a ser informado de los asuntos del Estado. Por todo ello es la clave de bóveda del sistema constitucional y su papel es insustituible.
Es cierto que nuestro sistema parlamentario de gobierno ha venido sufriendo en la práctica algún desequilibrio, dado el creciente protagonismo del presidente del Gobierno. Eso no es, en principio, contradictorio con nuestro parlamentarismo, que no es de gabinete, sino de presidente del Gobierno. Sin embargo, sí puede desfigurarse el modelo constitucional si, de un parlamentarismo de presidente del Gobierno, se pasa a un “parlamentarismo presidencialista”, en el que, además de que el presidente dirija la política del Ejecutivo, esté tentado de dirigir o influenciar todas las instituciones del Estado, riesgo que hemos sufrido desde hace años y que se ha acentuado en España desde 2016 por obra, sobre todo, del exceso del Estado de partidos, con su pretensión de colonizar a todas las instituciones públicas y, de otro, de la lamentable (a mi juicio) introducción de las primarias en el seno de los partidos, que han conducido a una especie de cesarismo interno que otorga todo el poder del partido a su presidente o secretario general. Esa deriva no se corresponde, como dije, con nuestro sistema constitucional y, por ello, debiera de ser, cuanto antes, abandonada.
Llama la atención que de 20 países que tienen mayor índice de democracia y libertad, once son monarquías parlamentarias.
Es un dato importante, sin duda alguna, que muestra, de un lado, la perfecta conciliación entre democracia y monarquía a través de la monarquía parlamentaria y, de otro, la función moderadora e integradora del monarca parlamentario, que es un jefe del Estado fuera de la contienda política entre los partidos y, por ello, capaz de reflejar muy bien la permanencia del Estado y dar estabilidad a la vida pública. Juan Luis Cebrián, en un espléndido artículo en El País, recordaba atinadamente las palabras de Max Weber: “un monarca parlamentario, pese a su falta de poder, delimita formalmente las ansias de este por parte de los políticos”.
¿Qué le pone freno a un presidencialismo en las democracias presidenciales?
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El contrapeso a un presidencialismo fuerte debe ser, siempre, la existencia de un parlamento fuerte. Ya se trate de una democracia con régimen presidencialista o con régimen parlamentario. Ya he dicho antes que el “presidencialismo” en un régimen parlamentario es una anomalía que debiera corregirse.
Las primarias en el seno de los partidos han conducido a una especie de cesarismo interno.
En los regímenes presidencialistas que, a diferencia de los parlamentarios, el presidente es elegido (como el parlamento) por sufragio popular, la exigencia de un parlamento fuerte es aún más necesaria, como contrapeso a un Ejecutivo con fuertes poderes y de extracción popular. No se olvide que mientras el presidente, en ese régimen político, es elegido por la mayoría de los ciudadanos, en el parlamento está presente no solo la mayoría, sino también las minorías, es decir, representa a la totalidad de los ciudadanos. En consecuencia, el parlamento debiera de ser la pieza capital del sistema constitucional: ya que le corresponde la potestad de emanar las normas más importantes después de la Constitución, como son las leyes, así como la ineludible función de control del Poder Ejecutivo.
Ese control no es privativo de los regímenes parlamentarios, sino también necesario en los regímenes presidencialista, como lo muestra el ejemplo de los Estados Unidos. El control es exigencia de toda Constitución democrática, no solo el control jurisdiccional, sino también el control político. De lo contrario, la Constitución se falsearía. Hay que insistir: tanto el presidencialismo como el parlamentarismo, como formas de gobierno, son dos especies de una única forma de Estado: la democracia parlamentaria, que es lo mismo que decir la democracia constitucional.
Se subraya la importancia de la independencia del Poder Judicial en las democracias. ¿Cuál es la fórmula que podría garantizar la designación de jueces?
La independencia judicial es un requisito indispensable de la democracia constitucional, dado que es el pilar del Estado de derecho. En el Estado constitucional no puede haber democracia si no hay Estado de derecho, ni Estado de derecho si no hay democracia.
La independencia judicial no solo exige que los jueces no estén sujetos al poder político a la hora de adoptar sus resoluciones, de manera que únicamente estén sometidos a la Constitución y a las leyes, sino que también requiere que esa independencia se refuerce mediante sistemas de designación de las jueces ajenas a los intereses partidistas o ideológicos, y que solo tengan en cuenta razones de mérito y capacidad.
De ahí la importancia de que en la jurisdicción ordinaria la selección de los jueces deba de hacerse mediante pruebas objetivas que certifiquen la solvencia técnica de los nombrados. Y que en la jurisdicción constitucional, o en los órganos de gobierno de los jueces, aunque participen otros poderes del Estado en la designación de los de los tribunales constitucionales o de consejos de gobierno del Poder Judicial, se exijan mayorías muy cualificadas para la designación que garanticen, de una lado, la reconocida solvencia jurídica de los designados y, de otro, que esa designación se rige por un auténtico consenso, de manera que todos los designados sean verdaderamente aceptados por todos lo que han de elegirlos.
Que es lo contrario del lamentable sistema de reparto por “cuotas” entre los partidos, que, además de no ser congruente con el espíritu constitucional, depara una “apariencia” de parcialidad que ningún bien les hace a esas instituciones y a sus .
En definitiva, la independencia judicial no exige solo que se evite la parcialidad de los jueces, sino también la “apariencia” de parcialidad.
¿Cuáles son los efectos para una sociedad y un Estado democrático cuando los jueces pierden su independencia, sobreponen a la justicia intereses políticos o personales?
Los efectos son muy graves: la sociedad puede perder su fe en la justicia, la seguridad jurídica puede desaparecer, con la grave consecuencia de la desigualdad en la aplicación del derecho. Los derechos de los ciudadanos dejarían de ser una garantía objetiva para convertirse en meras expectativas cuya eficacia dependería más del capricho de los jueces que de la imperatividad de las normas. La limitación del poder por el derecho (que eso significa exactamente la Constitución) quedaría sin eficacia. La división de poderes se rompería o se falsearía. En fin, la ausencia de independencia judicial y la conversión de los jueces en agentes políticos destruirían, sin duda, al Estado constitucional y democrático de derecho. Los jueces no pueden hacer política mediante sus resoluciones y actuaciones, sino que han de hacer derecho.
Pero el problema es mayor cuando los jueces no es que se excedan en la interpretación del derecho, sino que directamente basen sus resoluciones en razones meramente políticas, ideológicas o de convicciones personales. Entonces, sencillamente, el Estado de derecho se destruye.
MARÍA ANGÉLICA CORREA
PARA EL TIEMPO

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