El presidente Iván Duque consiguió en la cumbre ambiental de Glasgow una serie de donaciones que suman, más o menos, 35 millones de dólares para respaldar la lucha del país contra la deforestación. Se trata, por supuesto, de acabar con semejante ruina en los nueve años que quedan de esta década: porque darle fin a semejante mal es, como se ha demostrado hasta el cansancio con cifras y proyecciones en la mano, sumamente importante para detener la debacle de nuestras tierras. Pero, como han señalado varios medios, entre ellos International Crisis Group, la buena noticia de los fondos ganados a pulso está a punto de chocarse con un muro innegable: la realidad de los bosques talados día tras día por los grupos armados.
Se sabe que, luego del desarme y la desmovilización de las Farc, no ha dejado de crecer la deforestación. Es claro que las organizaciones ilegales se han dedicado a tumbar árboles –a arruinar la selva colombiana como nunca antes– para imponer su ganadería, su minería, su agricultura, su cultivo de coca. No cabe duda de que al terrible problema ambiental hay que sumarle, en el caso de Colombia, el círculo vicioso que va y viene de la tala a la violencia: cuanto más se enriquecen los criminales, más difícil se vuelve vigilar el territorio y protegerles la vida a los líderes que defienden los derechos de todos a permanecer en sus tierras.
Esos 35 millones de dólares son, sin duda, un espaldarazo a los sostenidos esfuerzos de estos años, pero hay que apoyar una gestión eficiente y solidaria que siga conduciéndonos del dicho al hecho: una política seria que encare la desoladora realidad social que es la causa y también la consecuencia de la explotación inescrupulosa del territorio, denuncie a las fuerzas económicas detrás de la catástrofe ambiental, ponga en marcha un sistema participativo para la protección de nuestros recursos naturales e insista en implementar los compromisos de tierras del acuerdo de paz.
EDITORIAL