No es una ligereza pedir, desde el contexto sanitario, que las personas se alejen de elementos que puedan generarles riesgos, incluso mortales. En ese sentido, insistir en que se limite, restrinja y regule el uso de vapeadores –sistemas electrónicos de suministro de nicotina y calentadores de tabaco, que caen bajo la denominación de cigarrillos electrónicos– desborda cualquier debate que se quiera dar desde otro terreno.
Con la caída del consumo de cigarrillo y tabaco tradicionales, por sus efectos mortales y las decididas políticas desplegadas en todo el mundo, a partir de la aprobación del Convenio Marco Antitabaco del 2003, las nuevas formas para istrar nicotina y otras sustancias han ganado adeptos bajo dos premisas, diluidas en el mercado: son menos riesgosas y ayudan para dejar de fumar.
El problema es que dichos enunciados hicieron tránsito desprevenido, al punto de que el uso de estos dispositivos se popularizó, incluso, entre niños y jóvenes no fumadores que vieron en ellos una especie de moda y tendencia. De hecho, algunas organizaciones de padres han manifestado que vapear en algunas clases sociales llegó a convertirse en parte de las fiestas escolares.
Ante el nuevo escenario, no cabe punto medio. Decirle
no al vapeo es actuar pensando en el bienestar de la gente
No obstante las advertencias que empezaron a hacerse desde diferentes esquinas hace al menos un lustro sobre los potenciales riesgos que a diferentes niveles en el organismo tienen estos aparatos, la supuesta falta de evidencia sólida y una arremetida publicitaria desbalancearon esta práctica hacia un consumo masivo.
Pero la balanza se desequilibró en contra de estos elementos cuando empezaron a aparecer, en los últimos tres meses, los primeros casos de enfermedades pulmonares desconocidas hasta ahora, con un único elemento en común: el vapeo y el cigarrillo electrónico. Con el agravante de que el desenlace de algunos de ellos fue la muerte.
Con toda la razón, las alarmas se encendieron, y ante la avalancha de casos en Estados Unidos empezaron a formularse hipótesis sobre los responsables, que se convirtieron en un tire y afloje mediático entre lo que mostraba la ciencia y las disculpas de los fabricantes. Una puja que mantuvo la incertidumbre.
Y mientras que en algunos estados del país del norte se tomaba partido a favor de la suspensión y prohibición de la venta, y en otros lugares arreciaban los debates, los órganos de las primeras víctimas develaron –con la mayor evidencia– lo que se sospechaba: vapear es un riesgo mortal.
No es una exageración. Como lo acaba de probar un artículo publicado en The New England Journal of Medicine, 17 casos mostraron un patrón de lesiones en el pulmón similares a las que dejan las exposiciones a químicos, humos tóxicos o quemaduras, que algunos expertos compararon con las heridas dejadas en los soldados por el lesivo gas mostaza en la Primera Guerra Mundial.
Ante tal escenario, no cabe punto medio. Es imperioso regular estos elementos y alejarlos sin atenuantes de niños y personas que nunca han fumado. El primer paso lo acaba de dar el Ministerio de Salud, que con juicio y responsabilidad los consideró oficialmente nocivos –a lo cual, hasta ahora, se le había hecho un esguince–. Decirle no al vapeo es actuar pensando en el bienestar de la gente.