En tiempos de redes sociales, cualquier deliberación en torno al tema ambiental debe abordarse con una alta dosis de serenidad. Se trata de uno de los asuntos que más convocan al debate público y la libre expresión de quienes se dicen conocedores y no conocedores de este. Y en un mundo que crece hacia la urbanización –cada mes llegan a las ciudades en vías de desarrollo 5 millones de personas, según el profesor Edward Glaeser–, la percepción sobre las acciones del hombre en el ecosistema tienden a calificarse con más severidad.
La reflexión viene ahora que la istración del alcalde mayor de Bogotá, Enrique Peñalosa, ha radicado la propuesta de lo que, en su opinión, debe ser la preservación de la reserva Thomas van der Hammen, un área de 1.396 hectáreas ubicada en el norte de la capital que, si bien comprende humedales, bosques, riqueza hídrica, fauna y flora, también alberga de tiempo atrás cultivos, ganado, clubes privados, vivienda, escombreras e instituciones educativas, entre otros ocupantes.
Este territorio fue declarado hace ya más de un lustro reserva productora, y se establecieron 21 proyectos para su restauración (aún no se ha ejecutado ninguno). Muchos sostienen que se trata de un pulmón vital y que cualquier intervención no solo va en contra de lo establecido, sino que constituye un atentado a un patrimonio de los bogotanos.
Construir entornos urbanos de la mano de la protección de
los ecosistemas es el debate que afrontan las ciudades hoy
En la otra orilla, la Alcaldía busca cambiar esa categoría por la de zona de protección y hacer un desarrollo urbanístico que, según el Gobierno, amplíe el área de conservación –pasaría de 634 a 1.104 hectáreas– a través de corredores ecológicos que conectarían con los cerros orientales, permitiría el al público y evitaría que la ciudad se siga expandiendo hacia municipios vecinos. En el fondo, a ambas partes les asiste el mismo propósito: la custodia de la reserva, pero distan en cómo debe hacerse. Para los primeros hay que mantenerla intacta, y debe cumplirse con su rehabilitación, mientras que para la Alcaldía, la mejor forma de protegerla es por medio de un desarrollo sostenible.
El debate es de honda importancia, y así debe tratarse. Apelar a la descalificación, el señalamiento o discutir con epítetos, aprovechándose para ello de las redes, le hace daño a la misma reserva. No es con histeria verbal ni con discursos incendiarios como se debe razonar sobre una materia que requiere de explicaciones y amplia pedagogía. Y en ello deben emplearse tanto la Alcaldía como sus contradictores: exponer inquietudes, advertir riesgos, sugerir; todo, menos politizar la cuestión, pues se caería en el terreno fácil de la desinformación, la especulación y los clichés facilistas.
Como decíamos al comienzo, se trata de un debate que debe darse sin ambages, una discusión acerca del mayor desafío que hoy se plantean las ciudades del mundo: cómo construir entornos urbanos que garanticen calidad de vida a la vez que se protegen sus recursos naturales. Para el caso que nos ocupa, qué bueno sería escuchar las voces sensatas de la academia y de organismos como Conservación Internacional, Instituto Humboldt o WWF. Insistimos: de la rigurosidad de los argumentos dependerá el futuro de un ecosistema que trazará el destino de la Bogotá de las próximas décadas.
EDITORIAL