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El llamado a indagatoria de la Corte Suprema de Justicia al expresidente Álvaro Uribe Vélez –en un proceso que le sigue por los presuntos delitos de soborno y fraude procesal–, así como la posterior decisión de este de renunciar a su curul como senador por “sentirse moralmente impedido” para ejercer su defensa al tiempo que desempeña sus labores legislativas constituyen dos hechos de enorme e inocultable trascendencia para el país. El terremoto político que ha generado la noticia, conocida el martes pasado en horas de la tarde, así lo demuestra: en los círculos políticos, pero también en la calle y, ni más faltaba, las redes sociales, este asunto monopoliza la conversación.
Se trata no solo de una figura política con un peso sin precedente en la historia reciente, sino también del senador que obtuvo la votación más alta en las pasadas elecciones: más de 873.000 sufragios. Uribe iba a tener también las tareas de liderar la bancada del partido del nuevo presidente, Iván Duque, y servir como factor de cohesión de las demás fuerzas políticas que se han mostrado dispuestas a conformar una nueva coalición oficialista. Hoy es claro que el gobierno entrante enfrenta un obstáculo, con el que no contaba, al quedarse sin una voz cantante en el Legislativo que le ayude a aglutinar los apoyos que requerirán iniciativas cruciales como la reforma tributaria o la misma reforma de la justicia.
Independiente de las consideraciones que se puedan hacer acerca de la situación jurídica de Álvaro Uribe, es evidente que el Senado pierde una figura que estaba llamada a jugar un papel protagónico en esta legislatura.
Tiene que haber certeza absoluta de que la istración de justicia estará blindada de la confrontación política.
Por todo lo anterior, lo que procede a estas alturas es advertir de la imperiosa necesidad de que el proceso que determinará la suerte del exmandatario –sea en manos de la Corte o de la Fiscalía General de la Nación, lo cual depende del trámite de su renuncia en la Cámara alta, que al escribirse estas líneas no se había producido– sea absolutamente transparente y, lo más importante, convincente para la opinión.
La justicia tiene por delante una prueba de fuego de un talante quizás inédito en los tiempos recientes.
Para que salga airosa, como es el deseo de todos, para bien del país, el proceso debe ser respetuoso a carta cabal de las garantías del exmandatario. Ello implica no solo que se garantice el debido proceso, así como la presunción de inocencia, sino también que haya certeza absoluta de que la istración de justicia estará totalmente deslindada de la política. Cabe aquí también un llamado para que los seguidores del expresidente no pongan de entrada un manto de duda sobre esta rama del poder. Todos, seguidores y opositores de Uribe, deben coincidir en que lo necesario es que la justicia esté libre de cuestionamientos y no ayudar a que ocurra lo contrario.
De cara a lo que viene, pues, hay que ser enfáticos en que de ninguna manera este capítulo puede ser uno más de la antología de tropezones de la justicia como consecuencia de su fragilidad frente a intereses políticos. Aquí, el blindaje debe ser absoluto. Ahí está la clave para que la democracia y las instituciones salgan fortalecidas de la tormenta.