El lunes pasado tomó posesión de la presidencia de Panamá el abogado José Raúl Mulino. Tras varios años de notable crecimiento económico que vino de la mano con estabilidad política, Mulino toma las riendas de un país que ya no ve su futuro con el mismo optimismo ni la misma claridad.
Dependiente su economía del canal, la merma en las lluvias como consecuencia de la crisis climática ha afectado este paso que conecta al océano Pacífico con el Atlántico, clave para el comercio mundial. Al mismo tiempo, el sistema de salud afronta una grave crisis, mientras que la deuda pública y el déficit fiscal crecen. Y comienzan a ser más frecuentes las quejas de los jóvenes panameños, que no encuentran oportunidades laborales.
Además de estos frentes, Mulino, de corte derechista, tendrá que espantar el fantasma de la corrupción. Y es que su llegada al cargo estuvo mediada por la inhabilidad del expresidente Ricardo Martinelli, condenado por lavado de activos, a quien remplazó en la candidatura, luego de que este se exiliara en la embajada de Nicaragua tras conocer el fallo en su contra.
El narcotráfico, como en todos los países del área, aparece como otro gran reto. Y, por último, también de mucha importancia, está la migración. Mulino triunfó en las urnas con la promesa de que cerrará el paso del Darién, propuesta seductora para los electores cuya viabilidad no solo es dudosa sino también éticamente cuestionable. Aquí surge Colombia, que deberá acompañar al nuevo presidente a buscar una manera humana y digna de afrontar esta tarea, siguiendo una hoja de ruta que necesariamente tiene que incluir a Estados Unidos.
Hoy más que nunca la diplomacia y el interés común para darle a un problema muy grave una salida que alivie a los países, al tiempo que garantice el respeto por los derechos fundamentales de las personas, tienen que estar por encima de las ideologías y los cálculos cortoplacistas en política exterior. Suerte al mandatario de un país estratégico, por el bien de su nación y la región.