La medida adoptada recientemente por la Alcaldía de Bogotá de pagar recompensas a personas que contribuyan con información a la captura de peligrosos delincuentes puede despertar la iración de muchos y lograr resultados adicionales en la lucha contra el crimen. Pero cuidado: su mala implementación podría derivar en pérdida de confianza en las instituciones, una avalancha de denuncias sin fundamento o, peor aún, la proliferación de venganzas en el bajo mundo, que es en donde mayoritariamente circularía el interés por hacerse con un dinero relativamente fácil.
Tampoco hay que escandalizarse porque la istración esté apelando a todas las formas de lucha contra peligrosos criminales que azotan la capital. Es su deber encontrar mecanismos que permitan calmar el ánimo de una ciudadanía que en su inmensa mayoría se siente insegura en la calle, el barrio, el restaurante, el carro o el transporte público.
Si bien algunos indicadores han mejorado, como se ha dicho aquí antes, esta semana las cifras de la encuesta de victimización de la Cámara de Comercio de Bogotá confirman que la inseguridad es el azote de los ciudadanos y que, aunque han mejorado las relaciones con la Policía, esta sigue estando en el ojo del huracán.
El gobierno local ha estipulado un rango de recompensas que van desde los 50 millones de pesos por denunciar a terroristas hasta 20 millones por cada delincuente que haya participado en un hurto violento o para quienes denuncien a sujetos de conductas delictivas recurrentes, y una más de 10 millones para aquellos que ayuden a encontrar a quienes hayan incurrido en algún homicidio.
A la par de la medida, el gobierno local debe insistir en robustecer las instituciones para que sean ellas las garantes de la seguridad.
Si se le pregunta al ciudadano qué piensa de dicha iniciativa, mayoritariamente la apoyará, no cabe duda. Hoy, mucha gente simpatiza hasta con los estándares de la mal llamada justicia por mano propia si esta contribuye a reducir el crimen en las calles.
El pago de recompensas se viene utilizando desde hace mucho tiempo en el país para combatir todo tipo de delincuencia. Su accionar se hizo más evidente durante los tiempos duros del narcotráfico y la lucha contra organizaciones armadas al margen de la ley. Y Bogotá, Medellín y otras capitales la han adoptado para dar con antisociales de alta peligrosidad, con aparentes buenos resultados.
Ahora bien, no hay que perder de vista que esta no puede ser una política de seguridad que haga olvidar el papel que les compete a las instituciones para garantizar la tranquilidad y el bienestar de la comunidad. Si ante la ley toda persona tiene el deber de denunciar un delito, no puede hacer carrera que por vía de las recompensas ese deber sea sustituido por un estipendio económico. Los organismos de seguridad no pueden crear la sensación de que a punta de ‘sapos’ se va a acabar con el crimen organizado.
Como lo advirtieron varios expertos, esto puede llevar al rompimiento del contrato social que prevalece entre el Estado y las personas, y a generar incertidumbre alrededor de unas recompensas que pasarían a ser la norma y no la excepción. Para el gobierno debe quedar claro que su papel es el de robustecer el trabajo de las instituciones a fin de que sean ellas las garantes de la seguridad y depositarias de la confianza ciudadana.
EDITORIAL