No puede ser registrada como una noticia más la inauguración de un puente sobre el río Micay, en el municipio de El Tambo, Cauca, por integrantes del frente ‘Carlos Patiño’ del llamado ‘Estado mayor central’. Tampoco la entrega de maquinaria amarilla y de una ambulancia –esta última en marzo– hecha por esta misma organización.
Ambos hechos, como el del colegio que lleva el nombre del difunto ‘Gentil Duarte’ en el Meta, y que la gobernadora Rafaela Cortés se ha negado a recibir –con razón, pues es producto de violencia y de economías ilegales–, tienen un significado profundo y traen consigo un mensaje alarmante. Se trata de la materialización del control que los violentos ejercen sobre territorios en los que el Estado no ha podido –o ha omitido por diversas razones– hacer presencia.
Afirman las comunidades que las obras se han hecho con recursos de ellas y con aportes de los ilegales, lo cual puede traer un beneficio para la gente a corto plazo, pero a largo plazo implica un reconocimiento de facto de un poder que tiene un origen ilícito y ejerce sobre las personas un dominio basado en la coerción.
El Gobierno se halla ante una realidad inocultable: el Estado está siendo sustituido en varios territorios. Que no sea algo nuevo en nuestra historia no implica que deba quedarse de brazos cruzados o, peor, apostar todo a que este tema se resolverá como resultado de un posible, pero lejano acuerdo en las mesas de negociación.
Este es el error en el que el Ejecutivo no puede caer. Le corresponde, más bien, disponer de toda la capacidad del Estado –incluida aquí la Fuerza Pública– para recuperar cuanto antes el pleno control de estos lugares. Luego, a partir de esto, fortalecerse en la mesa y, más importante, garantizar la tranquilidad, la convivencia y el imperio de la ley y el Estado de derecho a la gente que hoy vive bajo el yugo de quienes siguen siendo delincuentes.