El nuevo año arrancó con un inesperado encuentro entre el presidente Gustavo Petro y el alcalde mayor de Bogotá, Carlos Fernando Galán. Encuentro por demás oportuno dada la variedad de asuntos pendientes que competen a ambos gobiernos, como el futuro del complejo hospitalario San Juan de Dios.
Este emblemático lugar, patrimonio histórico y cultural de la Nación, considerado el más antiguo de la región, con más de 400 años de historia, fue clausurado a comienzos del nuevo siglo en vista de la crisis financiera que venía padeciendo. Posteriormente, el entonces alcalde Petro sugirió su intervención para que el complejo fuera restaurado por etapas ante su evidente deterioro. Más tarde, durante la istración Peñalosa, se dio apertura a uno de sus edificios donde funciona un Centro de Atención Prioritaria (CAP).
No obstante todas las buenas intenciones, lo cierto es que el San Juan de Dios se convirtió en motivo de discusiones políticas a raíz de su propia recuperación y, en particular, por la suerte que correría uno de sus edificios simbólicos: la torre central. Una estructura que el Gobierno insiste en preservar y no demoler en virtud de su valor patrimonial.
Jamás debió llegarse a lo que se ha llegado con el futuro del San Juan de Dios. Lo que procede es un acuerdo sobre lo que más le conviene a Bogotá.
El problema es que en el Concejo ya se habían apropiado las vigencias para que esa torre fuera demolida con tal de dar paso a un nuevo hospital, más funcional y que permitiría atender a una población de 360.000 personas. Esta torre hace parte de otras 24 que componen el San Juan de Dios y hasta hace pocos años no tenía rotulado su carácter de conservación arquitectónica. La obra fue contratada con un consorcio español, pero posteriormente el contrato fue terminado de forma unilateral por el propio Gobierno Nacional, lo que hoy tiene expuesta a la ciudad a una multimillonaria demanda.
Más allá del ambiente positivo que reinó en el encuentro entre Petro y Galán, lo claro es que sobre este tema en particular no hubo mayores avances. El Ejecutivo no dio su brazo a torcer y anunció un plan de intervención de aquí al 2026 para preservar la obra, mientras que Galán estima que dicha intervención podría costar alrededor de 360.000 millones de pesos y la ciudad no cuenta con tales recursos.
Con todo, lo interesante de este asunto es que las dos cabezas de gobierno hayan encontrado espacio para abordar el tema. Lo que debería proceder, en consecuencia, es una acción franca sobre qué le conviene más a la ciudad, actuar con sensatez y responsabilidad y evitar que un tema que sin duda representa un enorme impacto para la ciudad pueda encontrar una salida viable más allá de convertirlo en un ajuste de cuentas de índole política.
Sin desconocer que este episodio ha servido para dar una discusión en torno al devenir de los bienes patrimoniales de la ciudad, no menos cierto es que jamás debió llegarse a esta instancia. Haberlo hecho solo ha servido para alimentar un enfrentamiento entre Bogotá y la Nación, generar pleitos jurídicos con millonarios costos, fomentar un ambiente de inseguridad jurídica e injerencia indebida entre poderes. Ojalá que la reunión sirva para allanar el camino no solo de este tema, sino de otros que aún están pendientes en la tensa relación que viven los dos gobiernos.