En la lucha contra la endémica violencia que asuela a Colombia, la caída, incluso la más mínima, de los guarismos de homicidios es siempre una buena noticia.
Y eso es lo que está pasando, y no con cifras menores, en los primeros ocho meses del año en el país. Según un informe del Ministerio de Defensa publicado por este diario, con corte a agosto se registraban 315 homicidios menos que en el mismo lapso del año pasado. Son 8.594 casos de este año frente a los 8.909 del 2023, lo que permite proyectar que esta nación retomará la pendiente descendente de la violencia homicida, que se ha venido estancando en los últimos años. Eso, en todo caso, no es suficiente para ocultar el marcado deterioro del orden público en importantes regiones del país y la caída de la percepción de seguridad que se refleja en otros indicadores como el de la extorsión.
De regreso a la estadística de homicidios, las cifras del Ministerio muestran también un menor número de masacres (47 frente a 66) y de víctimas en esos crímenes (163 frente a 220 en los primeros 8 meses del año pasado). Y hay una importante caída de las denuncias de casos de hurto a personas (42.000 menos que en 2023: de 262.906 reportes en 2023 a 220.979).
Son logros que se deben reconocer y, sobre todo, volver sostenibles desde las acciones del Estado. Por eso es clave determinar también hasta dónde la falta de denuncias (en los casos de hurtos) y el control territorial de grupos al margen de la ley que imponen su justicia en zonas donde usurpan el papel de las autoridades constitucionales, así como los acuerdos entre bandas criminales en algunas regiones, pueden ser parte de la explicación de la caída del número de asesinatos.
Todo, sin olvidar también que el asesinato de líderes sociales sigue siendo dramático y se necesitan máximos esfuerzos para protegerlos
Nada se puede dejar al azar en esta lucha. Los avances en materia de protección de la vida, que nadie puede discutir, continúan siendo insuficientes si el objetivo es tener una nación en paz y que realmente garantice la seguridad e integridad de sus habitantes. Sin olvidar, jamás, que el asesinato de líderes sociales sigue siendo dramático (ya van 133 este año) y se necesitan máximos esfuerzos para proteger a estos valerosos colombianos.
Colombia inició hace ya más de 20 años una senda hacia el desescalamiento de la violencia homicida basado en la recuperación para el Estado del monopolio de la fuerza, la implementación de campañas y controles sociales para prevenir las muertes por intolerancia y la restricción del porte de armas.
Fueron estrategias efectivas. Pero seguimos lejos de los promedios mundiales, que rondan tasas de entre 6 y 7 casos por cada 100.000 habitantes.
Nos matamos menos que antes. Una explicación acertada de esa caída tiene que ver con el desmantelamiento de los aparatos de muerte de las Farc, las Auc y los carteles de Medellín, Cali y el norte del Valle. Pero el país, sus autoridades y su sistema judicial no han logrado romper el poder de esas estructuras criminales, la mayoría ligadas al narcotráfico, que son los grandes clientes de los operadores del asesinato en Colombia. Un cuadro que se ha agravado en los últimos seis años con el renovado o creciente poder de Eln y disidencias y del que los buenos resultados del momento no nos pueden distraer. Es decir, la tarea tiene que continuar sin pausa. De por medio están muchas vidas y la tranquilidad nacional.
EDITORIAL