Una preocupación constante en relación con la política de paz del actual gobierno ha sido la de la suerte de las comunidades en los territorios en donde hacen presencia los grupos con los que se adelantan negociaciones. En particular en aquellos lugares en los que operan las organizaciones con las que el Ejecutivo ha acordado un cese del fuego.
Existen dos grandes motivos de preocupación. Uno es la falta de claridad sobre la implementación en el terreno de estos pactos, sobre todo en lo que atañe a protocolos y verificación, confusión que según algunos analistas ha llevado a la Fuerza Pública a una situación de incertidumbre que termina limitando su actuar. Y con esto los principales perjudicados son los ciudadanos. A diferencia de tiempos pasados, cuando había un solo actor en confrontación violenta con el Estado en un territorio, ahora es común que sean varios y que solo con algunos o con uno solo se haya decidido silenciar temporalmente los fusiles. Esto crea un escenario, en el mejor de los casos, sumamente complejo.
El segundo tiene que ver con cómo las personas sienten el rigor del conflicto. De las tomas de poblaciones se ha pasado a otras modalidades usadas por los ilegales más silenciosas, menos visibles, como la extorsión, que difícilmente entran dentro de un cese del fuego y que es imposible saber si continúan o no. A juzgar por los testimonios de quienes se atreven a hablar, esa práctica criminal ha seguido su curso.
La población ha sido la peor librada mientras espera que esta apuesta tan alta del Gobierno traiga algún día el alivio prometido.
De ahí que varias voces, incluida la del ministro de Defensa, Iván Velásquez, se estén refiriendo al desafío urgente de compaginar diálogos de paz con control estatal del orden público en los lugares donde actúan las organizaciones sentadas en las mesas. En esta línea, la fundación Conflict Responses reveló ayer el resultado de una indagación hecha a 19 líderes, habitantes y excombatientes de 12 departamentos afectados por los conflictos armados. Sin pretensión de ser representativo, este trabajo arrojó resultados poco alentadores: el balance de los líderes es mayoritariamente negativo, ninguno tiene una opinión mayoritariamente positiva de cómo avanza la ‘paz total’ en su territorio.
Los testimonios son reveladores: “El balance es muy negativo... aquí se sigue extorsionando, asesinando, boleteando...”, asegura una lideresa de Caquetá. Otro líder de Guaviare afirma: “No ha cambiado nada... es un engaño para el pueblo, ahí no hay nada serio... ahí están delinquiendo”, y otro más del Pacífico caucano cree que el balance ha sido “negativo, siguen la guerra y el desplazamiento...”. Una lideresa de Tumaco aseguró, por su parte, que la violencia en su zona se ha incrementado.
En los procesos de paz intervienen muchos factores y es necesario estar al tanto de múltiples variables. Que una decisión gubernamental, el cese del fuego, conduzca a escenarios como los que se están viendo, en los que el Estado retrocede para que avancen los criminales, debe replantearse con urgencia. No se puede perder de vista en ningún momento que en una política de paz la prioridad siempre será la gente y su tranquilidad. Y en este intento, loable y válido pero necesitado de revisión, es justamente la población la que ha salido peor librada mientras espera que esta apuesta tan alta del Gobierno traiga algún día el alivio prometido.