Dos problemas gravísimos desnuda el informe de la Superintendencia de Puertos y Transportes sobre el dinero que las istraciones locales han dejado de recaudar por concepto de multas a infractores de las normas de tránsito: la mala gestión de las entidades con esta responsabilidad y la debilidad estructural de la institucionalidad encargada de la movilidad, el transporte y la seguridad vial en Colombia.
Tal y como lo registró este diario, de 860.433 millones de pesos que deberían ingresar a las arcas de los entes territoriales, solo lo han hecho 130.155, un 15 por ciento del total. Para mayor preocupación, infracciones por
40.516 millones ya no se podrán cobrar, mientras que otros 139.741 están en alto riesgo de perderse. Frente a esta situación, le asiste toda la razón al superintendente del ramo, Javier Jaramillo, cuando afirma que no tiene sentido poner multas si estas, a la larga, no se cobran. Y aunque buena parte de la responsabilidad les cabe a las secretarías de Tránsito y Movilidad y no son pocos los casos de negligencia, es verdad que otra tajada les corresponde a otras ramas del poder, pues son escasas las herramientas legales que hoy tienen a la mano estos funcionarios para que los morosos –a eso le apuestan– no se salgan con la suya.
Que los s de las vías entiendan que las normas no son un capricho, sino la herramienta para conseguir una sana convivencia que salva vidas.
Es difícil de entender cómo, en tiempos en que existen tantos recursos tecnológicos para sistematizar este tipo de registros, sea tan alto el porcentaje de quienes logran hacerle la trampa al sistema. Sí que hace falta innovación en este frente, tanto normativa como tecnológica, para un fin que no es otro que el de fortalecer la acción estatal para mejorar la convivencia y salvar vidas.
Y es que el actual estado de cosas permite que florezca el hábito de no pagar o, en el mejor de los casos, que se consolide la costumbre de esperar una ley de amnistía. En otras palabras, quienes son responsables y pagan los comparendos terminan siendo, duele decirlo, los ‘bobos’ del paseo. Esto es inaceptable, como también lo son los 31.235 casos de sanciones a conductores que previamente habían recibido una por conducir embriagados y a los que, vaya misterio, no les fue suspendida su licencia por esta causa, tal y como lo dicta la norma vigente. Esto es un indicio serio de corrupción de los responsables de hacer cumplir la ley.
Pero aquí no terminan las consecuencias de esta debilidad institucional. Son mucho más graves. Garantizar la seguridad de los actores de la vía depende tanto de la pedagogía como de la garantía de que las autoridades cuentan con los recursos para hacer cumplir las normas. Tiene que existir la certeza de que irrespetarlas conlleva un costo, más en un contexto como el nuestro, donde el año pasado 7.000 personas perdieron la vida en el asfalto.
El reto, entonces, pasa por llegar a una mucho mayor eficacia a la hora de hacer acatar unas leyes que ya son, en la mayoría de los casos, suficientemente severas. También, porque, al tiempo, se logre un cambio cultural que apunte a que los s de las vías entiendan que las normas no son un capricho, sino la herramienta por excelencia para conseguir una sana convivencia que salva vidas. Pero, sobre todo, que hacerles gambeta no paga. Al contrario: que tiene un costo alto.