Su misión es manufacturar inteligencia. Pero eso no impidió que en OpenAI se tomaran unas decisiones bastante cuestionadas. Los problemas en la firma, líder del emocionante campo de la inteligencia artificial (IA), se precipitaron el 17 de noviembre. Sam Altman, CEO y cofundador de la compañía, considerado una de las mentes más brillantes de Silicon Valley, fue despedido súbitamente por la junta directiva. La noticia cayó como una bomba en la industria.
El despido fue el primer capítulo de un vertiginoso drama que duraría cinco días. Al día siguiente dimitió el presidente de la junta, junto a otros investigadores de alto rango. Un grupo de socios importantes, entre ellos Microsoft, exigieron el reintegro de Altman. Un influyente miembro de la junta, el científico Ilya Sutskever, se opuso.
Microsoft ofreció entonces financiar una nueva división de IA avanzada, dirigida por Altman. Casi todos los 800 empleados de OpenAI amenazaron con irse si su junta no era reemplazada. La presión de los trabajadores forzó el cambio de la junta y finalmente, el martes 21, Altman volvió a su cargo.
¿Qué motivó el inesperado despido? Ha habido poca claridad al respecto, pero un factor mencionado con frecuencia es que a parte de la junta le parecía que Altman estaba avanzando demasiado rápido, desoyendo las preocupaciones de algunas voces sobre los riesgos de la IA para la humanidad. En otras palabras, a diferencia de lo que sucedería en una empresa normal, parece que a Altman lo despidieron por hacer demasiado bien su trabajo.
Pero las empresas de IA no son empresas normales. Estamos frente a una tecnología novedosa, con un enorme potencial para beneficiar a la sociedad, y también, según los críticos, para salirse de control. Lo prudente, por tanto, es que el desarrollo de la IA se lleve a cabo bajo la tutela de directivos de las más altas cualidades tecnológicas, intelectuales y humanas. Esperemos que OpenAI y sus semejantes nunca desestimen ese principio.
EDITORIAL