No cesan las extorsiones en el departamento del Atlántico. Y aunque este es un delito condenable en cualquiera de sus manifestaciones, algunos hechos recientes lo hacen, si cabe, aún más alarmante.
Uno de esos casos ocurrió en el municipio de Soledad. Según testigos, un hombre armado llegó a la Institución Educativa San Antonio de Padua y abrió fuego contra varias personas que se encontraban allí. Dos estudiantes y una maestra resultaron heridos. Los hechos, al parecer, están relacionados con una tentativa de extorsión a la sede educativa, que siguió recibiendo amenazas después del atentado y tuvo que suspender algunas de sus funciones. Un grupo de educadores realizó un plantón frente a la alcaldía para reclamar por su seguridad.
Otro incidente no menos inquietante se presentó en el municipio costero de Tubará. Allí, un restaurante turístico y una escuela dedicada al kitesurf se vieron obligados a cerrar tras violentas amenazas extorsivas a sus dueños.
Este flagelo parece desbordar sus blancos habituales, como son los tenderos, comerciantes y transportadores, para buscar nuevas víctimas en otros sectores de la sociedad. La macabra 'diversificación' del delito, por llamarlo de alguna manera, no les resta gravedad a las extorsiones a las que estamos acostumbrados. Cualquier clase de chantaje a la comunidad debe ser perseguido por la ley. Pero preocupa sobremanera que estos nuevos sectores afectados, el turismo y la educación, representan dos de las apuestas más importantes que tiene Colombia, y el Atlántico, para superar la pobreza y la desigualdad.
El caso de los educadores es particularmente nocivo. Bastantes retos tiene la educación pública en materia de presupuesto y capital humano para tener que enfrentarse encima a la delincuencia organizada. Las autoridades deben hacer todo lo posible para impedir que este delito siga afianzándose. No solo es un crimen contra el presente, sino contra el futuro mismo de la nación.