Una decisión de tutela del Tribunal Superior de Pasto le acaba de poner un nuevo grado de dificultad a la compleja realidad de la lucha contra el narcotráfico en el país. Los magistrados de la Sala Penal de ese tribunal ordenaron suspender la erradicación forzada de cultivos ilícitos en los territorios ancestrales de 10 municipios, entre ellos Tumaco, hasta tanto se realice una consulta previa con las comunidades étnicas que habitan la costa Pacífica nariñense.
La orden, ni más ni menos, le impediría al Estado utilizar durante meses su más eficiente herramienta contra las narcosiembras en una vasta zona del principal enclave cocalero del país, donde, según las mediciones de Naciones Unidas, hay al menos 37.000 hectáreas de la hoja y donde confluyen, además, Eln, disidencias de las Farc, bandas criminales y hasta carteles mexicanos.
A la espera de que la Corte Constitucional seleccione la tutela y dé, cuanto antes, mayores luces sobre la aplicación de la figura de la consulta previa, en tratándose de la erradicación manual de cultivos ilegales –este debate jurídico no hace referencia a la fumigación aérea–, conviene una reflexión profunda sobre las implicaciones que en el terreno tienen decisiones cuyo espíritu puede ser proteger los derechos de comunidades afros e indígenas, pero que en la compleja realidad de la Colombia profunda suelen terminar poniendo a esas mismas poblaciones en un mayor riesgo.
El fallo del Tribunal de Pasto abre peligrosas puertas para decisiones similares en otras regiones donde hoy pelechan los cultivos ilegales
Los tres magistrados del Tribunal de Pasto consideran que la erradicación forzada en territorios de comunidades indígenas y afros implica “una afectación directa en sus derechos al medioambiente sano, salud, seguridad alimentaria, condiciones de vida digna y diversidad sociocultural”. Y aunque iten que la figura de la consulta previa “no puede privilegiar o beneficiar actividades ilegales”, su fallo abre peligrosas puertas para decisiones similares en otras regiones donde hoy pelechan los cultivos ilegales en territorios ancestrales –el Chocó, por ejemplo–. De entrada, las labores de erradicación podrían quedar suspendidas al menos por medio año, mientras se surte el proceso de diseño y realización de la consulta previa. Pero nada garantiza, como ha sucedido en otras ocasiones, que terceros se atraviesen en la realización de ese mecanismo de participación, para prolongar así el periodo en el cual las autoridades no podrían cumplir su obligación de combatir el narcotráfico.
De las 154.000 hectáreas de coca que había en el país en el 2019, según Naciones Unidas, 6.785 hectáreas estaban en parques nacionales; 14.000 en resguardos indígenas y al menos 25.000 en territorios ancestrales de comunidades negras. Los narcos, que no se paran en consideraciones a la hora de entrar en esos territorios, aprovechan en su beneficio las especiales precauciones que debe tener el Estado para actuar en esas zonas, y para nadie es un secreto que utilizan la violencia para forzar a las comunidades locales a ser funcionales a sus oscuros intereses. La verdadera defensa de los derechos de esos colombianos por supuesto que obliga al Estado a brindarles cada vez más oportunidades en el marco de la legalidad, pero también a no exponerlos, desde la comodidad de un despacho, a la convivencia forzada con la coca.
EDITORIAL