Los buenos resultados que el país ha logrado en los últimos 20 años con las restricciones del porte legal de armas –que se traducen en la sostenida disminución de la violencia homicida– no se ven, desafortunadamente, en la lucha contra las armas que utilizan los delincuentes y las organizaciones criminales para agredir a los colombianos.
Lo que muestran las investigaciones de las autoridades, y lo refleja un reportaje publicado por este periódico, es que por todo el país se sigue moviendo un intenso tráfico de armamento, incluso militar, y que ese criminal negocio se ha potenciado por la entrada de poderosas organizaciones delictivas como los carteles mexicanos, que pagan gran parte de la cocaína que compran con arsenales traídos desde el exterior, especialmente desde Estados Unidos.
En 2024, según las cifras oficiales, fueron incautadas 21.237 armas de fuego ilegales. En el 'catálogo' del crimen hay revólveres y pistolas, pero también fusiles (645), subametralladoras (59) y lanzagranadas (25). Todo ello, además del peligro que representan las armas traumáticas modificadas (casi 4.400, incautadas el año pasado), que se consiguen sin mayores dificultades en las ciudades y que los hampones han aprendido a alterar en talleres 'hechizos'.
Preocupa el caso de los fusiles AK-47 de las fuerzas venezolanas hallados en manos de disidencias, el Eln y el ‘clan del Golfo’.
La obligación que tiene el Estado de garantizar la seguridad de todos tiene en el monopolio sobre las armas circulantes –las que están en manos de sus agentes y de la Fuerza Pública y las que han sido entregadas bajo licencia a particulares– una de sus garantías –y promesas– fundamentales. Pero ese monopolio no existe y no ha existido históricamente en Colombia. Los ilegales manejan verdaderos arsenales. Hacen falta muchos más esfuerzos internos y una mayor cooperación con la comunidad internacional y con países vecinos.
La prevalencia del narcotráfico y de la guerra en el país representa el motor principal para los traficantes que hacen escala en Colombia. La porosidad de nuestras fronteras ha sido aprovechada tanto por los que traen armas al menudeo –pistolas y granadas de Ecuador– como por los grandes mercaderes de la muerte para tratar de entrar cargamentos de miles de fusiles. Pasó en los 80 con las armas del M-19 que intentó entrar en el buque Karina, con los 10.000 AK-47 comprados por las Farc a Vladimiro Montesinos en el Perú y con los 11.000 fusiles búlgaros que negociaron los paramilitares de Carlos Castaño, por mencionar algunos casos. Y sigue pasando hoy bajo la modalidad de cargas camufladas en los puertos, envíos de encomiendas desde EE. UU. y países europeos y por la vía de las trochas fronterizas. Es claro que las autoridades de esos países pueden hacer más para frenar este fenómeno en coordinación con sus pares colombianos.
Preocupa el caso de los fusiles AK-47 de las fuerzas venezolanas que han sido hallados en manos de disidencias, el Eln y el 'clan del Golfo' y sobre los que, según fuentes judiciales consultadas, las autoridades del régimen de Maduro guardan sospechoso silencio.
En un país en el que, en promedio, ocho de cada diez asesinatos se cometen con armas de fuego, priorizar el combate contra las ilegales es una necesidad y un asunto de seguridad nacional. Revaluar las estrategias contra este flagelo –incluido el endurecimiento de penas para el porte ilegal– y hacer los ajustes necesarios es una tarea que no da espera.