El sinsentido de la guerra comienza a hacer mella en la política interna de Israel. El dolor por el asesinato de seis israelíes judíos que el grupo terrorista Hamás mantenía como rehenes, hallados en un túnel de Gaza, impulsó una protesta de más de 500.000 personas que el pasado domingo salieron a las calles. Los manifestantes le exigen al primer ministro, Benjamín Netanyahu, que no se cierre más a la banda y acepte avanzar en la búsqueda de un acuerdo con este grupo extremista que permita liberar los rehenes que permanecen cautivos. La cifra es 101, de los cuales por lo menos treinta, según el ejército israelí, ya habrían sido ultimados por sus captores.
Lo cierto es que el primer ministro está lejos de contar con un respaldo homogéneo y sólido. Ya venía de vivir tiempos tormentosos el año pasado por su polémica reforma de la justicia cuando sobrevino el ataque terrorista de Hamás. Este le dio un respiro y le ha permitido por momentos gozar de altos índices de aceptación, pero el desgaste de una guerra que incluye tanto la barbarie de Hamás como el drama de los familiares de los rehenes y la brutal devastación que ha producido la política de Israel en Gaza, condenada por la mayor parte de la comunidad internacional, comienza a generar profundas grietas en su país. El principal cuestionamiento apunta a qué tan efectiva ha resultado su decisión de darle prelación casi absoluta a la presión militar, que incluye ataques preventivos como el reciente a Hezbolá en el Líbano, y qué tanto esta política traerá como fruto la tranquilidad en la cotidianidad de esta nación. A las protestas del domingo se sumó una huelga el lunes que un juez declaró ilegal el mismo día.
Pronto se cumplirá un año del inicio de la guerra. El sinsentido trenzado con el desgaste y los traumas son factores que hace doce meses no existían y que hoy se ven cada vez más decisivos en la política interna israelí. No queda sino renovar votos para que cese el conflicto armado y se abra paso una solución negociada.