La protesta no es algo atípico en Francia. De hecho, es toda una institución nacional. Pero una serie de manifestaciones y huelgas en las últimas semanas han llamado la atención más de lo habitual, pues pueden agravar la crisis energética que atraviesa Europa e incluso contagiarse a otros países.
El segundo periodo de Emmanuel Macron comenzó con dificultades. Sin las mayorías que tuvo en el Parlamento en su primer mandato, el Elíseo ha perdido capacidad de maniobra, justo cuando la inflación carcome el poder adquisitivo de los consumidores. La izquierda ha aprovechado para fustigar al Gobierno por el costo de vida. El 27 de septiembre comenzaron los paros en refinerías, centros de acopio de carburantes y plantas nucleares. Algunos se levantaron, pero otros continúan.
La huelga más extendida fue la del 18 de octubre, a la que se sumaron los sindicatos ferroviarios y de transportes de París. Entre 100.000 y 300.000 personas salieron a marchar, entre ellas la nueva premio Nobel de literatura, Annie Ernaux.
Los ses temen que se repitan los hechos de violencia de las manifestaciones de los ‘chalecos amarillos’ de 2018, provocadas por el aumento del precio del combustible. Los demás países de Europa también observan a Francia con preocupación. Saben que las dificultades que atraviesa su vecino hexagonal son las mismas de ellos: carestía, penuria energética y la consiguiente pérdida de capacidad de consumo. Y que puede ser solo cuestión de tiempo para que sus ciudadanos también se tomen las calles.
Las huelgas en la industria energética son particularmente preocupantes, pues se aproxima el invierno de Putin y cada país está bregando por encontrarles solución a sus necesidades de energía. Una disparada adicional de precios poco ayudaría. Las consecuencias todavía vivas de la pandemia de covid-19, sumadas a la guerra ucraniana, obligarán este invierno a los líderes europeos a actuar con mucha cautela para evitar un estallido social.
EDITORIAL