Sigue llegándonos, con frecuencia, la noticia terrible de que han asesinado a algún líder social. Como la del pasado 3 de julio, que dio cuenta del asesinato de tres líderes pertenecientes a la comunidad Sabaleta, del resguardo awá Inda Sabaleta, en Tumaco, Nariño.
Dice la Defensoría del Pueblo que el año pasado mataron a 141, sobre todo en las zonas rurales del país, en medio de la lucha por la vida de sus comunidades, y alerta esta semana sobre el asedio de las llamadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) a cinco municipios del nororiente de Córdoba. Agrega el Instituto para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) que hasta la primera semana de julio de 2022 han sido asesinadas 94 voces que trabajaban por sus tierras. Más allá de las discusiones sobre las cifras, que en todo caso dan cuenta de un drama persistente, también es necesario mencionar los avances que se han dado para enfrentar este problema: entre 2020 y 2021 se registró una disminución del 20 por ciento de estos homicidios y la Fiscalía informó que ha esclarecido el 68 por ciento de los casos correspondientes al año pasado. Así mismo, en los últimos días se ha conocido la noticia de la condena ejemplar a tres personas –a 38 años y cuatro meses de prisión– por los asesinatos, en 2018 y 2020, de dos líderes sociales muy queridos por sus comunidades: Luis Elibardo Dagua Conda, del Cauca, y Ómar Moreno Ibagué, de Nariño. Hay que repetirlo cuantas veces sea necesario: que no haya impunidad y termine en castigos claros ese fenómeno vergonzoso que por momentos parece reducirse a conteo desolador es un paso firme en el propósito de desmontar la barbarie.
No se trata de asignar culpas, sino de renovar responsabilidades, de repensar a diario cómo dejar claro que matar es repugnante e impensable
Dagua Conda fue torturado y abandonado en la vereda El Carmelo, en Caloto. Moreno Ibagué fue asesinado, en un taxi por un disidente de las antiguas Farc que acabó reconociendo su responsabilidad en varios crímenes. Escuchar las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo en Córdoba, y sumarles los llamados de dos líderes del Partido Comunes del Cesar que han estado denunciando amenazas de las Agc en los medios de comunicación, demuestra que la situación sigue siendo de terror, pero que la sociedad empieza a articularse para encarar la violencia.
Lo cierto es que no deberían acostumbrarse las conversaciones diarias, ni las páginas de los medios de comunicación, ni las estadísticas de las autoridades, a los asesinatos de nuestros líderes sociales. No se trata de asignar culpas, porque esta sociedad está llena de voces, de periodistas, de instituciones y de funcionarios comprometidos que todos los días piensan modos de evidenciar y detener tanta violencia, sino que se trata de renovar responsabilidades, de repensar a diario, contra el tiempo, cómo hacerles llegar a quienes disparan el mensaje de que matar es repugnante e impensable: matar no es el fin de nada, sino el comienzo de un ciclo espeluznante que no le sirve a nadie.
Los clamores de los líderes, las denuncias de los investigadores, las vigilancias y las protecciones de las autoridades, las alertas tempranas de los funcionarios, el repudio social sin ambages, el compromiso de todos los actores políticos y las condenas de nuestra justicia tienen que seguir marchando juntos hasta que la pesadilla termine para todos.
EDITORIAL