La estrategia que el presidente salvadoreño, Nayib Bukele, ha venido aplicando para combatir el flagelo de las pandillas es motivo de fuerte discusión en su país y afuera de sus fronteras. Por un lado, su fórmula de mano dura contra las llamadas maras tiene un respaldo que supera el 89 por ciento, según una encuesta reciente. Y por otro están las críticas de organizaciones de derechos humanos, entre ellas Human Rights Watch, alarmadas por las crecientes denuncias de abusos.
El cerco en varias ciudades con militares y policías para no dejarles escapatoria a los mareros de la Salvatrucha 13 y Barrio 18 es un ejemplo de esa tensión entre quienes celebran el retroceso de la delincuencia y quienes temen una pérdida sin retorno de libertades civiles en el nombre de esa lucha.
Ejecuciones sumarias, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y torturas han sido documentadas por organismos de Naciones Unidas y ONG que denuncian la actitud autoritaria de Bukele, que, además, tiene una pelea casada con la libertad de prensa, con la Justicia y con los controles constitucionales sobre la figura presidencial.
El desafío que enfrenta El Salvador es de grandes proporciones. La violencia de las maras no es asunto apenas delincuencial. Tiene raíces sociales y culturales que se explican no solo en la pobreza y en la manera como se gestionó el fin de la guerra civil (1980-1992), sino en cómo fueron deportados desde EE. UU. miles de jóvenes que habían huido del conflicto interno. Preocupa que en algunas de las regiones ‘liberadas’ de maras se denuncie que quienes están llenando el vacío en las actividades delictivas son algunos militares y policías corruptos. Y los casi 60.000 detenidos de los últimos meses pueden ser el comienzo de dinámicas alarmantes.
No se trata de cuestionar la libre determinación de un Estado para encarar con autonomía una amenaza desestabilizadora, sino de que se evite perder el rumbo democrático y se extravíe el norte jurídico bajo la sombrilla del uso legítimo de la fuerza a cualquier costo.
EDITORIAL