El país vio con sorpresa –inclusive con tristeza– cómo en días pasados un grupo de campesinos cultivadores de papa, uno de los productos de mayor consumo en la cadena alimentaria, salieron a la orilla de la vía que comunica a Tunja con Bogotá a vender los bultos de tan preciado tubérculo a precios que llegaban hasta los 7.000 pesos el bulto, si la solidaridad y el afecto hacia estos queridos y esforzados cultivadores no llevaba a que los ocasionales compradores les ofrecieran un precio más justo. Pero, el que fuera, ellos estaban trabajando a pérdida.
Los papicultores, tristemente, también han resultado ser víctimas directas, aparte de la afectación de la salud, en el aspecto económico de la pandemia de covid-19. Es evidente que el cierre de hoteles, restaurantes y, en general, la reducción del turismo bajaron el consumo de alimentos, y la papa suele ser reina en las cocinas. Además, la crisis llevó a muchas familias a disminuir la dieta. Esto sin contar las viejas quejas del gremio, como el alto costo de los insumos o el abuso de los intermediarios.
Por donde se lo mire, suena injusto y preocupante. Porque a comienzos de año el precio de ese mismo bulto estaba entre 50.000 y 60.000 pesos. Es un hecho que necesita pronta atención, porque en Colombia de este cultivo viven más de 100.000 familias, que laboran duro, que ponen toda su esperanza y muchas veces se juegan su capital en cada cosecha.
No están solos. No deben estarlo, las expresiones de solidaridad han sido generales. Y el Gobierno ha hecho esfuerzos financieros, que aún son insuficientes, pero el ministro del ramo, Rodolfo Zea, se sentará hoy con el Consejo Nacional de la Papa a buscar soluciones a corto y largo plazo. Ojalá sea terreno fértil para lograr una comercialización estable, incluso estudiar el tema de las importaciones, reducir la intermediación, entre otros logros. Todo ello encaminado a mejorar las condiciones de ingreso de los productores directos, que, como se dice popularmente, no pueden ‘llevar del bulto’.
EDITORIAL