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Vivimos entre un martilleo ensordecedor que deprime e indigna.

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Primero el contexto: desde que este país traicionado tiene memoria, que es hace poco más bien, ha tenido gobiernos a los que se les van las horas de todos en la tarea de capotear los fantasmas sórdidos de su campaña presidencial. El contador Pallomari dejó su oficina llena de pruebas de que el cartel de Cali había financiado las victorias de 1994. El paramilitar Mancuso insiste en que las autodefensas invirtieron en la cruzada de 2002. Odebrecht sigue siendo la sombra de las elecciones de 2014. El “próspero ganadero” Hernández presumió de haberle robado mil millones a una candidatura para la compra de votos de la que ganó en 2018. Y el exembajador Benedetti hace recordar, en unos audios maniacos, que en aquel 2022 la campaña de la izquierda acudió a las maquinarias de la derecha para quedarse con la presidencia.
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No digo “revela”, no, digo “hace recordar”. Porque esa claudicación ha estado pasando en nuestras narices. Porque tanto los candidatos como sus electorados se han acostumbrado a calcular los votos que ponen las gatas, los ñoños, los ñeñes, los clanes. Porque el periodismo de investigación fue describiendo día por día cómo iban entrando las “estructuras tradicionales” a esa campaña resignada a ganar. Y los días turbulentos de las elecciones suelen probarnos que nuestro contexto es un Estado aturdido que, en medio del desdibujamiento de los partidos y el declive de las ideas y la guerra de las posverdades, no logra sacudirse ese leviatán mafioso que patrulla, cogobierna, extorsiona, desplaza y masacra a quien levante la mirada: sigue hablándose, desde la JEP y la UBPD, de cien mil colombianos desaparecidos.
Nuestro contexto es un Estado aturdido que, en medio del desdibujamiento de los partidos y el declive de las ideas y la guerra de las posverdades, no logra sacudirse ese leviatán mafioso que patrulla.
No deja pensar esta sociedad bipolar. Todo es, a esta hora, como cuando el profesor se salía un rato del salón. Vivimos entre un martilleo ensordecedor que deprime e indigna –un tumulto en el que opinar es caminar por la cuerda floja, la comunicación es imposible porque el emisor comienza por escaldar al receptor, los moralistas les exigen a los moralizadores que se arrepientan de sus votos del siglo pasado, “el escándalo más grave de la historia” le sucede sin falta al contendor y la lengua está llena de vocablos tan empobrecedores como “parapolítica”, “yidispolítica”, “donbernabilidad”, “ñeñepolítica”, “niñera-gate”– y da ganas de decir “despiértenme cuando esta noticia tenga principio, medio y fin”, y “hay una derecha carroñera pero también un gobierno errático”, y “de nada nos sirve que se caiga un presidente”.
A ratos, Petro parece ser lo que se llamó, en el 335 antes de Cristo, un “héroe trágico”: que defienda lo que encarna e insista en el fin de la guerra, pero deje atrás los trágicos errores de juicio –transar para ganar pero no para reformar, olvidar que la izquierda pacta con el liberalismo en nombre de la paz, cambiar un gabinete de estadista por una camarilla, despreciar la transformación desde la cultura, culpar a los medios pase lo que pase– que no solo traen reveses a su gobierno, sino bofetadas inmerecidas a sus causas importantes, e infortunios a un electorado de sobrevivientes que desde 1958 ha estado marchando para que se dé la justicia, para que la terapia venza al exterminio, para que todo el mundo quepa en esta democracia, para que nuestro contexto no sean las fosas de desaparecidos en la frontera, que reveló Mancuso, ni sea un Estado chantajeado por las maquinarias, sino una suma de paisajes.
No dejan pensar estas semanas atropelladas. Todo lo que uno dice tiene fecha de vencimiento un par de días después. Pero el asunto de fondo, me parece, es este electorado que merece respeto: ni los que votaron en contra ni los que votaron a favor tienen por qué vivir atrapados entre el sabotaje y la enajenación.
RICARDO SILVA ROMERO

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