Acá afuera, en el archipiélago de Colombia, se ha seguido dando la violencia diaria e indigerible que lo distorsiona todo: 84 masacres de enero a diciembre, 236 firmantes de paz asesinados desde la firma del acuerdo, 692 líderes sociales exterminados en lo que va de este gobierno. Y mientras tanto, en la Casa de Nariño, el presidente Duque parece invirtiéndoselo todo a una identidad que ya no fue la del jefe de Estado que logró la paz política o la reivindicación de la democracia, sino la del heredero del uribismo que en tiempos de pandemia dio alientos a los viejos que no se perdían su programa de televisión, Dios, no es un chiste. Cada vez tiene más canas: un estudio publicado en el British Medical Journal, en la Navidad de hace cinco años, probó que los líderes elegidos envejecen más pronto y peor, y viven menos. Sea como fuere, no es fácil dar –si no se cuentan los retrocesos– con otras transformaciones que hayan empezado en esta presidencia. Y mucho menos si el propósito aún es la convivencia.
Gústennos o no, podría decirse que de una manera u otra los presidentes de la Colombia de las últimas cuatro décadas, que son los que yo no solo he leído sino visto, han servido para bien y para mal a la transformación hacia la paz –y si uno revisara a cada cual, claro, acabaría escribiendo un libro–, pero esta presidencia con el sol a las espaldas sigue teniendo cara de tiempo perdido. Duque gasta en su imagen. Duque pone placas resplandecientes que después tiene que quitar e invoca vírgenes suyas que luego tiene que guardarse para sí. Duque se enfrenta al régimen de Venezuela, con una pasión que muestra poco más, hasta el punto de invitar al opositor Leopoldo López a su show televisivo sobre la pandemia –su programa tropical e improbable– que tanto lo emparenta con lo que no quiere ser. Pero hasta el momento todo parece indicar que, como aquel George Lazenby que encarnó a James Bond una sola vez, el presidente está cumpliendo los días para ser llamado expresidente.
Hace cuatro años nomás el Centro Médico de la Universidad de Duke, que no es un chiste sino un lugar eminente en Carolina del Norte, publicó un estudio que llegaba a la satisfactoria conclusión de que 18 de los primeros 37 presidentes de los Estados Unidos sufrían trastornos mentales: depresión, ansiedad, bipolaridad, narcisismo, psicopatía. No hay que ser psiquiatra para diagnosticar a los mandatarios de Colombia, no, sus anomalías han saltado a la vista del más miope. Pero no deja de ser particular, reseñable, propio de nuestro país, que varios de estos presidentes de acá hayan dedicado sus días como expresidentes a desmentirse, a empequeñecerse, a deshonrarse, a enajenarse, a chiflarse en público en vez de extraviarse en privado como las estrellas de Hollywood o los boxeadores.
Digo esto porque cuando uno se imagina a Duque como expresidente descubre de inmediato –esa es la medida, además, de lo que va de este mandato– que se trata de un expresidente redundante: será innecesario consultarlo, por ejemplo, si durante su guardia el uribismo sigue moviéndole fichas allí y allá, y sigue prefiriendo los sometimientos a los acuerdos de paz, y sigue insistiendo en las políticas de drogas que han sido un fracaso, y sigue politizando las Fuerzas Armadas para que cometan de nuevo el error fatal que el general Mora señala en su entrevista con Martín Nova en el libro Memorias militares: “Los políticos no asumieron la responsabilidad que debieron haber asumido para enfrentar el conflicto”, dice, “los militares creyeron que el problema era suyo”, y yo de verdad espero que caer en esa trampa otra vez no sea el legado –el cambio para mal– de este programa de 6 a 7 que está tan lejos de acabarse.
Ricardo Silva Romero
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