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Católicos contra la Constitución

Católicos y fanáticos protestantes están decididos a imponer sus creencias en el ámbito público.

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Según una encuesta realizada en marzo de este año por el Pew Research Center, el 61 por ciento de los estadounidenses cree que el aborto debería ser legal en la mayoría de los casos. Aun así, la Corte Suprema de los Estados Unidos derogó el derecho constitucional al aborto instituido en su decisión de 1973 en Roe vs. Wade.
(También le puede interesar: La Constitución de Francia, a prueba)
Como era previsible, las reacciones han sido intensas. Una congresista demócrata, Alexandria Ocasio-Cortez, pidió el juicio político a dos de la Corte Suprema, por mentir bajo juramento en sus audiencias de confirmación en el Senado. Una comentarista aterrada advierte sobre el fin de la democracia en Estados Unidos. Otra culpa a la misoginia y a la “masculinidad teatral”.
Pero no se le está prestando tanta atención a un elemento importante del debate sobre el aborto en los Estados Unidos: la influencia sostenida sobre la vida pública estadounidense de una vertiente profundamente reaccionaria del catolicismo. Claro que los católicos están tan divididos como el que más en muchas cuestiones, incluido el derecho al aborto. Católicos liberales como el presidente Joe Biden y la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, junto con muchos del 50 por ciento aproximado de católicos que votaron por los demócratas, apoyan el derecho constitucional al aborto. Lo mismo vale para Sonia Sotomayor, una de tres liberales de la Corte Suprema. Pero cinco de los nueve integrantes de la Corte adhieren a una variante ultraconservadora del catolicismo que sostiene que incluso un embrión tiene alma y es por tanto sagrado.
Samuel Alito, redactor del fallo en mayoría que derogó Roe, citó al jurista inglés del siglo XVII Matthew Hale, que consideraba el aborto un asesinato (también creía en brujas). Opiniones de esta naturaleza no representan el pensamiento mayoritario actual en los Estados Unidos. Pero los católicos radicales (porque eso es lo que son) vienen motorizando la causa antiabortista desde hace casi medio siglo.
La separación entre la Iglesia y el Estado, al menos en democracias de mayoría protestante como los Estados Unidos, se pensó con el objetivo exacto de proteger la libertad religiosa.
La sentencia en Roe tuvo en su momento el apoyo incluso de protestantes conservadores. La Convención Bautista Sureña declaró en 1973 que “la decisión de la Corte Suprema sobre el aborto promueve la libertad religiosa, la igualdad de las personas y la justicia”. Pero una década después, evangélicos conservadores temerosos de que una ola de secularismo progresista pusiera en riesgo instituciones tan apreciadas como la segregación racial en las universidades cristianas empezaron a hacer causa común con los católicos radicales, usando Roe como bandera. El objetivo compartido era derribar el muro de separación entre la Iglesia y el Estado, que con tanto esmero habían erigido los redactores de la Constitución.
Algunos de los radicales incluso están diciendo que nunca hubo una intención real de separar la Iglesia del Estado. En palabras de la congresista republicana de ultraderecha Lauren Boebert: “Estoy cansada de esta basura de la separación entre la Iglesia y el Estado, que no está en la Constitución”.
Los acontecimientos se precipitan. Pocos días después de derogar Roe, la Corte Suprema decidió que un entrenador de fútbol americano del estado de Washington tenía derecho a organizar oraciones colectivas después de los partidos en el colegio secundario público en el que trabaja. Esto también es una ruptura con el precedente de excluir la expresión religiosa (en cuanto asunto privado) de instituciones públicas como las escuelas.
Los radicales usan como fundamento la “libertad religiosa”: si un entrenador de fútbol americano quiere rezar en los partidos (rodeado de jugadores que quizá no quieren contrariarlo) no hace más que ejercer su derecho a la libre expresión y a la creencia religiosa.
Pero la separación entre la Iglesia y el Estado, al menos en democracias de mayoría protestante como los Estados Unidos, se pensó con el objetivo exacto de proteger la libertad religiosa. Mientras que el propósito de la noción sa de laicité era impedir que el clero católico interfiriera en los asuntos públicos, la Constitución de los Estados Unidos se redactó de modo de proteger a la autoridad religiosa de la intervención estatal (y viceversa).
Una de las razones por las que las élites protestantes en Estados Unidos desconfiaban de los católicos hasta no hace mucho (dejando a un lado el desprecio esnob a irlandeses o italianos) era el temor a que los católicos fueran más leales a su fe, y por tanto a la autoridad del Vaticano, que a la Constitución de los Estados Unidos. Por eso, en 1960, en su campaña para la presidencia, John F. Kennedy tuvo que resaltar su creencia en un Estados Unidos “donde la separación de la Iglesia y del Estado es absoluta, donde ningún prelado católico le dirá al presidente (si este fuera católico) cómo actuar (…)”.
Lo que esas élites protestantes temían ahora es una amenaza real. Católicos radicales y fanáticos protestantes están decididos a imponer sus creencias religiosas en el ámbito público. Alito y algunos otros católicos (por ejemplo, el ex procurador general William Barr) ven en el secularismo una amenaza (en palabras de Barr) al “orden moral tradicional”. Es decir, a una interpretación estricta del orden moral cristiano. El matrimonio, según Alito, es una “institución sagrada entre un hombre y una mujer”. Cualquier día de estos (y puede que sea pronto) tal vez decida derogar la decisión que tomó la Corte hace siete años de reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo como un derecho federal.
El peligro de introducir una agenda religiosa en la política o el derecho no se limita a que debilite la autonomía de las instituciones seculares: también vuelve imposible el debate político razonado. Por supuesto que la política no es ajena a las cuestiones de valor. No hay nada de malo en que un político, o un jurista, crea que los valores religiosos son importantes. Pero cuando la ortodoxia religiosa adquiere primacía sobre cualquier otra consideración, hay un problema grave.
El filósofo israelí Avishai Margalit ofrece una descripción sucinta del problema en su libro ‘On Compromise and Rotten Compromises’. En “política, lo mismo que en economía”, los intereses materiales están “sujetos a negociación; todo es negociable; mientras que en la visión religiosa, centrada en la idea de lo sagrado, lo sagrado es innegociable”.
Por eso, la situación en la que está hoy la política en Estados Unidos es tan peligrosa. La izquierda secular y la derecha religiosa están trabadas en una guerra cultural cada vez más intensa en torno de la sexualidad, el género y la raza, donde la política ya no es negociable. Cuando eso sucede, las instituciones comienzan a desintegrarse, y están sentadas las bases para los demagogos carismáticos y la política de la violencia.
IAN BURUMA
Autor de ‘The Churchill Complex: The Curse of Being Special'.

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