Es la atribulada pregunta que acabo de hacerme después de leer el libro de María Elvira Samper titulado 1989. A ningún periodista, salvo a María Elvira, se le había ocurrido hacer un minucioso recuento de los horrores que azotaron a Colombia en un año. Cada hecho en este libro se recoge con fecha, hora y lugar.
Su principal amenaza en 1989 es el narcotráfico; lo siguen las Farc, con cuarenta frentes y 3.500 hombres; el Eln, el Epl y, en el costado opuesto, los paramilitares. “Colombia, óigase bien, está en guerra, y ni el gobierno ni el país reposarán hasta haber ganado esta guerra”. Tal fue en aquella época la predicción del general Maza Márquez, entonces el director del extinto Departamento istrativo de Seguridad (DAS). La debilidad de las zonas fronterizas se hace evidente. En aquel tormentoso año, bajo el gobierno de Virgilio Barco, fueron asesinados conocidos personajes como mi amigo Rodrigo Lara, Luis Carlos Galán y Guillermo Cano, director de El Espectador.
Pasados treinta años, no podemos caer en el engaño de que ahora reina la paz. Es cierto que las Farc dejaron de ser un actor beligerante después de firmar un acuerdo y de convertirse en un partido político. Pero la situación descrita por María Elvira en su libro no ha cambiado, y por ello en el estado de ánimo de los colombianos prevalece la zozobra.
Sin duda, el narcotráfico sigue predominando en muchas regiones del país. Los cultivos de coca, que en el gobierno del presidente Uribe habían sido reducidos a 45.000 hectáreas, hoy sobrepasan las 200.000. Su fuerte son las rutas secretas para sacar el alcaloide por el Pacífico hacia Estados Unidos, Europa y Asia. De otro lado, las rutas por Venezuela –en complicidad con la dictadura de Maduro, el cartel de los Soles y el Eln– mueven impunemente toneladas de droga cada semana. A todo esto se le añade la presencia y operación en el país de los carteles mexicanos más feroces, como el de Sinaloa o el de Jalisco Nueva Generación.
En Colombia, los grupos armados existentes, como el Eln, el ‘clan del Golfo’ y las llamadas disidencias de las Farc –que ocuparon los territorios dejados por esa guerrilla–, se sostienen con el tráfico de drogas. Su lucha no está sustentada por una ideología política, como en otra época, sino por el poder económico. No hay duda de que la simple erradicación manual promovida por el Gobierno no tiene la eficacia del discutido glifosato.
La tasa de homicidios sigue siendo muy alta; lo registra cada día la prensa. El escalofriante abuso infantil es cada vez mayor en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, así como en las remotas regiones del país. Otro fenómeno que se repite constantemente en Colombia es la corrupción a todos los niveles. Es evidente que el presidente Duque ha tratado de combatirla eliminando la ‘mermelada’. Por eso tuvo la audacia de nombrar un gabinete con limpias figuras, ajenas al ajetreo político. Pero el precio de esa decisión suya ha sido muy alto, pues partido político que no tenga participación en el Gobierno se declara en la oposición. Al no tener mayorías en el Congreso, muchos de sus proyectos no han sido aprobados.
Otro problema: la justicia. El caso de ‘Jesús Santrich’ mostró hasta qué punto nuestro sistema judicial está permeado por decisiones contradictorias, a veces politizadas. ¿Cómo corregirla? La idea de una constituyente divide la opinión pública. Nada, por cierto, evita las especulaciones. Una directriz del Ejército para medir la operatividad de las Fuerzas Armadas contando a la vez desmovilizaciones voluntarias, capturas y bajas en combate fue interpretada por The New York Times como un estímulo para reiniciar los ‘falsos positivos’.
Todo se presta para contribuir a la incertidumbre del colombiano. Lo absurdo es que Duque, sin duda un hombre recto, interesado en lograr un acuerdo de nuestros partidos en torno a un verdadero plan de desarrollo, es ajeno las rencillas del pasado. No cuenta con el apoyo necesario.