Asomarse a las noticias en Colombia nos ofrece una panorámica del infierno: “Hombre en estado de embriaguez agrede a su mujer con un machete”, “madre castiga a su hijo quemándole la boca”, “Hombre asesina a su esposa e hijo a cuchillo”. Microcuentos de terror. Mujeres que se lanzan por la ventana para evitar otro golpe de sus parejas. Niñas violadas. Todas esas cosas que no queremos saber. Si bien siempre han estado ahí, con el confinamiento se han agravado.
Según la Secretaría Distrital de la Mujer, hubo un aumento del 200 % en las llamadas de emergencia frente a las que se hacían antes de pandemia. El 78 % de las víctimas son del género femenino. La más afectada es la población más pobre, con menor a servicios legales y de salud. Pero en un país que parece estar siempre en estado de emergencia, la violencia persistente y agravada que se vive dentro de las casas, por desgracia, no recibe atención suficiente.
Miles de personas (quizá más), encerradas con el enemigo, sin la posibilidad de denunciar, sin salida. ‘Cuídate, quédate en casa’, reza el eslogan que promueve el confinamiento preventivo. Pero ¿qué ocurre si es en casa donde se está más vulnerable?
El principal motor de la ira es la sensación de peligro. ¿Cuántos de los hombres maltratadores fueron maltratados y nunca pasaron por un proceso de sanación? ¿Cuántos colombianos con trastornos mentales severos están en la calle sin atención clínica? Las personas violentas construyen la ira sobre la ira en una espiral que se va expandiendo como fuego en el bosque.
Más allá de los sistemas de emergencia y denuncia que, por supuesto, deben ser fortalecidos, preocupa la ausencia de iniciativas que busquen atender el problema de manera estructural. ¿Cómo educar a una sociedad que sufre a menudo de analfabetismo emocional? ¿Cómo concebir y atender el estado mental de los colombianos como un asunto urgente de salud pública? ¿Cuántos colombianos prefieren encomendarse a Dios o a la Virgen antes que a la atención terapéutica? Con demasiada frecuencia preferimos insistir en que “estamos bien” en defensa del ego y la dignidad, así ese “estar bien” sea solo un mecanismo defensivo, la falacia de creer que no podemos ser vulnerables, que “los chicos no lloran”, que tenemos que ser fuertes o mostrar que lo somos y que primero el ataque a la aceptación sosegada y no reactiva de los estados de ánimo que nos habitan.
Ese ángel exterminador que nos convierte en potenciales agresores es el mismo que con una dosis de justicia, sensatez, afecto y guía nos podría llevar a aceptar nuestras emociones sin rechazarlas como enemigas contra las que hay que luchar a muerte. Somos una sociedad concentrada en el terror, con muy poca empatía hacia nosotros mismos y, por lo tanto, hacia los demás. Porque a menudo no queremos abrazar la vulnerabilidad como parte esencial de la existencia, porque la guerra contra las emociones internas tiene un impacto devastador sobre la experiencia humana y también sobre la claridad mental. Porque cuando estamos bajo el efecto de la ira y no tenemos la capacidad introspectiva para acepar lo que sentimos y apaciguarlo, nos convertimos en víctimas de lo que estamos sintiendo hasta el punto de pasar a ser victimarios.
Lo cierto es que no estamos bien, estamos mal. Aceptarlo y buscar soluciones puede ser el comienzo hacia una aproximación distinta a la negación de los problemas que, como hemos visto en un sinfín de ejemplos dolorosos, solo escalan el crimen y el dolor.
Dice Daniel Goleman en ‘La inteligencia emocional’, “el cerebro emocional domina, incluso paraliza, al cerebro pensante”. Podemos ser esclavos de nuestras emociones. Vernos encerrados dentro de ellas, como quien se encuentra atrapado y sin salida junto a su peor enemigo.
MELBA ESCOBAR