Escenas del verano escandinavo vividas por un matrimonio de cineastas gringos en trance de separación, cuando cada uno escribe por su lado al visitar parajes áridos o pedregosos coincidentes con las tonalidades melancólicas del territorio insular de culto donde Ingmar Bergman pasó sus últimos cuarenta años, filmó seis clásicos sicodramas y falleció en 2007. Mia Hansen-Løve, directora y actriz parisina de padre danés, ensaya una ficción paralela de cónyuges distantes, parejas nacientes en conflicto, dificultades para escribir conjuntamente un guion y síndrome de la hoja en blanco.
Desde la isla báltica de Fårö, eje de las mejores ficciones del ciclo ‘bergmaniano’ abundante en paisajes interiorizados y pliegues recónditos atribuidos al alma nórdica, Mia –exesposa del director Olivier Assayas– se refiere a quien no gusta de las películas pesimistas filmadas en ese lugar e imagina poner en escena una banal historia titulada El vestido blanco sobre otros divorciados que asisten a una boda y ella se presenta con el color exclusivo de la novia.
Porque no se trata de un documental de viajes resultante de la peregrinación a vuelo de pájaro organizado por Bergman Safari, sino que su accionar narrativo se desprende de cómo seguirle los pasos a semejante romería cinematográfica, siendo fuente de iluminación perseguida por cineastas y escritores internacionales a más de 200 kilómetros de Estocolmo. No es una casa-museo propiamente dicha, sino el mismísimo Estado Bergman frecuentado por iradores del intimismo atmosférico y sicológico desarrollado por el maestro escandinavo de tormentos y otras tantas turbulencias del espíritu.
El primer sicodrama realizado en Fårö por Bergman fue A través de un vidrio oscuro, en 1961, con cuatro personajes que allí pernoctan: un desalmado escritor viudo radicado en Suiza, su hija esquizofrénica en estado terminal, el distante hijo adolescente y su yerno afectuoso. Del perfil de los protagonistas y un diagnóstico del desasosiego de Karin (Harriet Andersson), la crisis se ahondaba en el silencio de la noche y el insomnio; vacíos, mentiras y perturbaciones anímicas para desatar la complejidad de los sentimientos humanos e incógnitas en el umbral de nuestras existencias.
Previo al desenlace, se dio el diálogo entre padre intelectual e hijo artista, que conllevó la sorpresa de este último por cuanto nunca antes había logrado sostener una conversación con su progenitor; en la escena final, Karin al borde de la locura, creyó haber visto en una araña a Dios. Padre, esposo y hermano la despidieron desde la isla en donde permanecía arrinconada. Su destino final: un sanatorio mental en Estocolmo.
En su etapa intermedia, con una docena de trascendentales filmes que rastreaban el subconsciente –reprimido por definición–, emergió Persona (1966). Un legado sublime del séptimo arte, cuando las angustias y el infierno terrenal se instalaron en las vidas cotidianas de sus atormentados protagonistas –solitarios e incomunicados en medio de crisis, depresiones, pesadillas y delirios suicidas–. Porque “estoy en la situación privilegiada de poder ritualizar un montón de tensiones y de complicaciones psicológicas, que están en mí y en torno mío” –afirmaba Bergman desde su legendario y remoto terruño insular.
En Persona, del griego antiguo ‘máscara’, la parte izquierda del rostro de la noruega Liv Ullmann –actriz de teatro que cae postrada en un estado de mutismo–, y la sección derecha de la cara de Bibi Andersson –enfermera extrovertida– se superponen a tal punto que nosotros como espectadores no sabemos quién es quién. Porque su matrimonio con la excelsa intérprete y su confinamiento en Fårö le cambiaron prontamente la vida…
Vergüenza (1967): una pareja de músicos allí enclavados se mantenía en tensión permanente hasta desatarse una invasión aérea y la población local sometida a fuerzas opresivas y abusos del invasor; ellos se declararon neutrales y apolíticos, sumidos en sus propias ansiedades al no tener hijos –él era depresivo (Von Sydow) y ella, insatisfecha (Ullmann)–, aunque recibían ganancias ocasionales y se reconfortaban con un buen vino.
La pasión (1968): dos actores envejecidos, Andreas y Ana, permanecen lejos del mundanal ruido en esa mítica locación. Hablan de sus personajes frente a la cámara: “Para nosotros es difícil representar rostros sin expresión y encerrados en sí mismo puesto que debemos ocultar las identidades”; también, leen y memorizan sus parlamentos entre mentiras, caídas de autoestima e identidades, frustraciones, peleas y reconciliaciones, pesadillas e inusitada crueldad animal.
La hora del lobo (1969): atribulada mujer soporta a su esposo de hace varios años –pintor que sufre de agudas depresiones nerviosas e insomnio–. Al amanecer, el silencio aumenta y se duermen después de una noche de vigilia; irrumpen los fantasmas de una extraña familia de nobles excéntricos que siempre han pertenecido a esa isla rocosa, con recurrentes desazones y abruptos cambios emocionales.
Finalmente, en 1974, se grabó en su casa playera la celebérrima Escenas de la vida conyugal. Entonces resulta irónico un comentario in situ hecho por los visitantes protagonistas de Madame Hansen-Løve: “Si un millón de matrimonios se disolvieron al ver esta película por capítulos, no deberíamos dormir en esa cama que nos prestaron y tenemos a la vista.
MAURICIO LAURENS