Don Hernando Santos

Este lunes 15 de agosto se cumple el centenario del nacimiento de don Hernando Santos Castillo, uno de los hombres más grandes y a la vez más sencillos y humanos que he conocido; uno de los personajes que más bien hicieron al periodismo, a las instituciones y al país en el siglo pasado.

(También le puede interesar: Duque, a vivir ‘sabroso’)

Don Hernando Santos era madrugador. Tal vez por eso se haya ido a dirigir el diario de Dios a las 4 de la mañana de aquel 20 de abril de 1999, hora cercana a la que él se despertó durante muchos años a esperar los periódicos y leerlos desde la primera hasta la última página.

Ese día tituló EL TIEMPO ‘Luto en el periodismo’, pero lo había en el país. Y duelo y tristeza, aparte de su familia, en muchos seres humildes a quienes él, de una u otra manera, ayudó, porque fue un ser lleno de bondad. Y se decretaron tres días de duelo nacional. Este humilde subalterno suyo decretó para sí duelo y gratitud por siempre, pues a él, especialmente, nos debemos en el oficio por sus sabias lecciones, su tolerancia y su generosidad.

Ese día, el de su muerte, al conocer la noticia, encendí mi pichirilo y salí, con ojos nublados, rumbo a la Clínica Shaio. Casi llegando me detuvo un agente de tránsito por pico y placa. “Agente, póngame el comparendo y déjeme ir, por favor, pues acaba de morir don Hernando Santos”. Se sorprendió. “Siga y guarde el carro, don Hernando era muy importante y buena persona”, dijo.

Sí, era muy importante quien fuera accionista mayoritario de este diario y su director por 17 años, luego de ser jefe de redacción junto con su hermano Enrique Santos Castillo y subdirector. En su oficio, que ejerció con pasión y entereza, fue respetado y acatado.

Era importante, era un orientador del país, era un conciliador por naturaleza, pero además, un hombre valiente, con una vida de retos. Tuvo que enfrentar el 9 de abril, un día después de su grado como abogado en la Universidad del Rosario, la censura a la prensa, el incendio de EL TIEMPO en 1951, la clausura por parte de Rojas, en 1955; la violencia de Pablo Escobar y el secuestro de Francisco Santos.

Y todo, sin doblegarse, con alma de torero, porque fue un torero, que lidió toros de más de 400 kilos. El toro negro, invisible e incierto del secuestro fue el más difícil que tuvo que lidiar él, que era, además, un extraordinario padre de familia, preocupado, consentidor, lleno de amor. Y desde luego, la muerte de su adorada esposa, Helena Calderón.

Don Hernando fue un ser particular, quizás guiado por una frase en la que sentenció: “Ser duro con los duros, altivo con los poderosos y comprensivo y generoso ante los débiles”. Así, fue un magnífico ser humano, sencillo y lleno de humor. “¿Cuántos muertos hay?”, preguntó una noche al coordinador de avisos de condolencias.

“Gracias a Dios, todos estamos bien, don Hernando", le respondió Alfonso Alvarado.

Risas. Es que el director de EL TIEMPO, tan respetado, parecía un compañero de todos, compartiendo bocados y bromas y exigiendo en el oficio diario, claro.

Fue un hombre lleno de bondad, porque “hay que ayudar, mijito”. De su propio bolsillo ayudó para matrículas universitarias, para útiles escolares, para fórmulas médicas y gafas y cenas navideñas a los pobres. Era el director de EL TIEMPO, acatado, culto, grande, a quien llamaban los presidentes y ministros, pero lo mismo iba a una cita al Palacio presidencial, se reunía con Julio Mario Santo Domingo, con el español Felipe González, con Luis Miguel Dominguín, con Alejandro Obregón, o era padrino de bodas de un subalterno en un barrio humilde.

Tal vez por eso el día de su muerte no cupo la gente en la iglesia, que representaba todas las lágrimas de la sociedad. Y quizás por ello en su tumba con frecuencia alguien pone una flor. En el día de su centenario habrá nuevas.

LUIS NOÉ OCHOA