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¿Por qué Colombia no disfruta su progreso maravilloso?

El país está en el mejor momento de su historia, pero el sistema no es capaz de comunicar cambios.

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Ahora está de moda Pinker, con mérito. Es uno de los pocos pensadores contemporáneos que han logrado explicar dónde la nueva urdimbre de comunicación, a la velocidad del pensamiento, derrota el vetusto modo democrático de contar las cosas, al cual quisimos dotar de cualidades, en su momento pertinentes: imparcialidad, libertad, equilibrio, veracidad.
Lo que pasa es que la velocidad a la que las redes sociales publican anecdóticamente lo malo de un individuo, de un grupo o de la sociedad es varias veces mayor que la del sistema político para comunicar los éxitos colectivos o individuales. Y de allí se derivan el auge de las redes y el descaecimiento de la democracia. A veces, también sirven para unir brevemente una nación en torno a una tragedia común, como fue el caso del carro bomba del Eln en la Escuela Santander de la Policía. O para acelerar el cambio en Venezuela.
Pero el ejemplo de Colombia y sus notables éxitos es apodíctico. El país está en el mejor momento de su historia, pero el sistema no es capaz de comunicar los cambios positivos que han sucedido, por lo menos, en los últimos cincuenta años; los partidos y agrupaciones políticas perdieron la capacidad para influir con esos éxitos en las emociones de los ciudadanos expresadas en las redes o en las urnas. Ningún político o partido he oído yo que use para su campaña el hecho de haber votado leyes que permitieran, como sucedió, aumentar el ingreso por colombiano de dos mil dólares, a principios de este siglo, a seis mil en el 2010, y a ocho mil el año anterior; leyes sobre natalidad, gasto público, género, salud, educación, laborales, de comercio exterior, de derechos de las minorías, de regalías, de petróleo, de minería, de medioambiente, de infraestructura, de subsidios a los más pobres, de conectividad, de paz, etc.
Teníamos nueve mil millones de dólares de reservas internacionales en el año 2000, y 2018 cierra con casi cincuenta mil millones, es decir, ¡cinco veces la capacidad de importar y de endeudarse que tuvo la generación anterior! Ya no hay anualmente sesenta homicidios por cada cien mil colombianos, como a principios de siglo, sino 24, ¡la tasa menor en 40 años! Algo habrán hecho los gobiernos, el Congreso, las cortes, los sindicatos y los empresarios para que por primera vez haya más trabajadores formales que informales. Y alguna política pública habrá sido eficaz si la pobreza bajó de 60 pobres por cada cien colombianos a 23 por cada cien el año último.
Estos cinco éxitos no más, que quisiera cualquier líder democrático del mundo, parecen clandestinos. Los colombianos no nos los creemos. Los rechazamos. Construir un futuro más próspero apelando a su negación es imposible, aunque sí más fácil de vender a la masa cíber, populistófila por definición.
El gobierno anterior (el anterior a ese y el anterior a ese) cumplió con poner a Colombia en su sitio más alto en la historia. Para eso es la política. Lo que importa es que este gobierno y el que lo suceda y el que lo suceda puedan decir con orgullo ‘en mi mandato Colombia llegó a su mejor momento’, como sí lo pueden decir su antecesor y, en su día, los anteriores. Aun así, no seremos capaces fácilmente de reorientar el fatalismo agorero de las redes, gran reto de la democracia moderna, ni el populismo de derecha o de izquierda, que solo anuncian fracasos porque sus plataformas están concebidas para la pobreza, aprovechando lo más primitivo de los humanos. Las redes sin autocontrol de los ciudadanos llevan a Venezuela, donde, paradójicamente, serían cerradas por el régimen tambaleante, pues contribuyeron de manera irremplazable a ponerlo en evidencia.
LUIS CARLOS VILLEGAS

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