La paz es anhelo que no respeta ideologías. Para tratar de alcanzarla es común apelar a los extremos y escasa la sindéresis para mezclar negociación y fuerza. Los gobernantes se ufanan de los períodos de tranquilidad entre confrontaciones. Una sociedad en paz ha sido objetivo de autoritarios y guerreristas, de liberales y demócratas, emperadores y líderes elegidos.
Alejandro de Macedonia buscó solaz para su imperio, forjado a punta de espada y ariete, pero su deseo se frustró por las ambiciones sucesorales. Napoleón dijo que sus guerras eran para la paz en Europa. Terminó muriendo en una isla solitaria, con un continente más proclive a la guerra que nunca. Franco ganó desde la derecha una guerra civil larga y cruel; la paz verdadera solo vino después de su fallecimiento y las heridas aún escuecen de tiempo en tiempo. Stalin, el más sangriento dictador de izquierda, produjo durante casi treinta años de régimen de hierro unos sesenta millones de muertos por razones políticas, prisión, guerra internacional o hambruna decretada; seis veces más muertos soviéticos que todos los de la Primera Guerra Mundial. Hitler quiso imponer su Pax Romana en toda Europa con consecuencias nefastas sobre sus pueblos. Se enfrentaron y negociaron israelíes y egipcios, irlandeses e ingleses, norteamericanos y vietnamitas.
En una orilla, se busca la paz descalificando la negociación política y fincando en la fuerza el sometimiento de transgresores comunes y políticos. En la otra, se ponderan solo los acuerdos políticos y se fortalece el rechazo al uso de la fuerza. En una y otra se confunden muchos criminales con héroes, delincuentes redomados con “jóvenes que buscan su destino”. Se termina llegando al punto contrario del inicial: si se empezó con la fuerza, se buscarán acuerdos; si se empezó con la negociación, se buscará la fuerza. Lo primero puede funcionar si con la fuerza se derrotó al delincuente o al alzado. Lo segundo, si los acuerdos se incumplen de mala fe, no son enforzados, o pierden el apoyo de la sociedad.
Chile va en dos crisis de Boric. La primera, por la negativa popular a una nueva Constitución vista como extrema por la mayoría. Sobre la segunda, que se produjo por la decisión presidencial a través de la ministra de Justicia Marcela Ríos, de indultar a trece ciudadanos chilenos condenados judicialmente, se ha dicho mucho, salvo que, de ellos, solo seis son jóvenes participantes condenados por los graves disturbios del “estallido social” entre octubre de 2019 y marzo de 2020, con más de treinta muertos y cuatro mil heridos; y que se perdonó a un supuesto asaltante de bancos que militaba en un frente terrorista y quien había sido indultado ya por el presidente Lagos en 2004. La ministra y el jefe de gabinete cayeron. Los ministros están para eso: para caerse si el que tambalea es su jefe, así la responsabilidad sea exclusiva de este.
A la gente le gusta ser generosa, pero aplicando justicia para lograr paz. ¡Qué dilema!
En El Salvador, al otro extremo, Bukele descalifica los acuerdos de los noventa y les endilga el crecimiento de las pandillas. Está dedicado a la represión militar, que a pesar de aparentemente haber bajado la violencia, tiene costos impagables en derechos humanos y libertades ciudadanas.
Boric truena y dice que aplicará “toda la fuerza del derecho” aunque confíe en la condición humana; Amlo y Lula van por el mismo camino. Bukele tendrá que llegar a acuerdos para aplicar justicia a los bandidos y no solo exterminarlos.
Aquí, el Gobierno está empezando a soltar presos. Debe hacerlo con avaricia extrema, consciente del gran peligro que es el crimen organizado, y sin violentar a los jueces ni a la sociedad.
Y ya descubrirá, con el Eln, la necesidad de mezclar negociación y fuerza. Así se lograron los acuerdos de paz del 16, con la dosis correcta de cada una. Es la clave para una ‘paz total’ que no se vuelva retroceso en la violencia y avance en la frustración.
LUIS CARLOS VILLEGAS