Las elecciones del próximo domingo, entre luces y sombras –aunque sean más potentes y perturbadoras las sombras de la corrupción territorial que las agónicas luces de la integridad nacional–, no solo dejarán como saldo un nuevo listado de alcaldes, gobernadores y corporados electos, sino que, además, en las grandes ciudades se han convertido en un verdadero termómetro del grado de aceptación o rechazo a la gestión del Presidente en materia de seguridad, economía y sus reformas sociales de salud, laboral y de pensiones a través de sus más caracterizados voceros.
Y digo que en las grandes ciudades, porque lo que está pasando a nivel de violencia, intimidación y violación de los derechos humanos y electorales en los pequeños municipios y territorios controlados por los grupos armados al margen de la ley: guerrillas, disidencias, narcoguerrillas, mafias, bandas, narcobandas, bandotas, banditas y bandolas es escalofriante.
Es francamente descorazonador que dejen hacer elecciones en municipios donde los violentos impidieron inscribir a algunos candidatos, asesinaron líderes, amenazaron dirigentes y candidatos, desplazaron habitantes e impondrán a sangre, plata, intimidación y plomo a sus favoritos. ¿Para qué fingen que ahí hay democracia? ¿Por qué engañarnos con la ilusión del voto libre? ¿Por qué legitimar de antemano candidatos impuestos por fuerzas oscuras?
Quien pretenda derrotar al candidato del petrismo en el 2026 requerirá, para lograrlo, descontar entre grandes ciudades y capitales intermedias por lo menos 2 millones de votos para arrancar con un partidor equilibrado.
Es por eso que las elecciones de Bogotá, Medellín, Cali, Bucaramanga, Barranquilla, Cartagena, Cúcuta y las capitales departamentales es tan importante, al igual que las gobernaciones, y particularmente las de Antioquia, Valle, Cundinamarca, Santander, Atlántico, Bolívar y Norte de Santander.
El domingo próximo se juega buena parte de la sucesión de Petro. Baste el ejemplo del último gobierno: el Centro Democrático de Duque perdió estruendosamente la elección territorial y luego perdió la elección presidencial. Pero, ojo, las reglas tienen excepciones.
De manera que quienes no quieren que Petro y el petrismo sigan gobernando a Colombia, en vez de rascarse la barriga creyendo que Petro está derrotado en esta elección, más vale que se pongan a trabajar por los candidatos más viables, para darles mandatos claros y contundentes para desplegar mejores gestiones y defenderse con más contundencia.
Gustavo Petro es el más profesional y poderoso de los políticos colombianos activos. Viene participando en elecciones desde que se desmovilizó hace 32 años y es el Presidente de un país centralista y presidencialista. Conoce todas las entretelas de la política colombiana y de la clase política, primero como su detractor y hoy como el protector de muchos de ellos que lo acompañaron en la campaña. Y Petro no es ningún tonto, ningún manco, ningún ingenuo. Las derrotas lo tonifican.
En muchas de las ciudades donde los candidatos petristas pierdan la elección, se quedarán, sin embargo, con las curules de la oposición. Desde esa curul Petro se hizo Presidente.
Y Petro conservará el enorme poder presupuestal y burocrático del Gobierno. Y seguirá siendo el Supremo Comandante de la Fuerza Pública. Y seguirá siendo el conductor de las relaciones internacionales. Y seguirá manteniendo la iniciativa legislativa, y además la mermelada. Y el próximo o la próxima fiscal general de la Nación vendrá de su terna. Y a pesar de los escándalos mantendrá sus competencias constitucionales.
La conclusión es clara. A partir del lunes 30 de octubre, la política colombiana tenderá a volverse bicolor. Petrismo y oposición. La fortaleza de arranque de cada bando, entre otros factores, dependerá de la contundencia de los resultados del domingo. Y el 2026 está a la vuelta de la esquina.
JUAN LOZANO