En los primeros días de noviembre del 2016, después de intensas jornadas de renegociación del acuerdo de paz con las Farc entre el Gobierno y los promotores del No, una mañana muy temprano nos reunimos en la oficina de Humberto de la Calle con Sergio Jaramillo, Óscar Iván Zuluaga, Iván Duque y Carlos Holmes Trujillo, con el fin de hacer un último intento alrededor de un nuevo texto. Avanzamos en casi todos los puntos de discordia hasta que, finalmente, apareció de nuevo el obstáculo de la participación en política de los integrantes de las Farc responsables de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad.
Surgió entonces una fórmula alternativa: presentaríamos al país consensos en todos los temas con esa excepción e invitaríamos al Centro Democrático a participar en la implementación del nuevo acuerdo que se suscribiría con las Farc, que contenía 58 modificaciones sustanciales. Es decir, se contaría con la presencia de un delegado de ese partido en la Comisión de Seguimiento, la CSIVI. Salimos a las 10 de la mañana y los tres delegados del No se comprometieron a consultar con su jefe. Al llegar ese mismo día a las 4 de la tarde a la reunión formal en el Ministerio del Interior, Uribe desautorizó cualquier entendimiento.
Recordé de manera muy precisa esta historia en los últimos días, a propósito de las declaraciones del hoy Ministro de Defensa y del consejero para el posconflicto, en las que descartaron cualquier modificación unilateral al acuerdo de paz e invitaron a un pacto sobre su implementación. La misma propuesta que cuatro años atrás el gobierno de Santos hizo a los del No, ahora la hacen desde este Gobierno a los del Sí.
El problema es que el Gobierno desde su arranque ha insistido en una aplicación unilateral de su política de “paz con legalidad”, cuando se requiere la implementación bilateral de los acuerdos suscritos con las Farc. Esa es la gran diferencia. El desconocimiento de los distintos instrumentos bilaterales que contempla el acuerdo como la CSIVI o el grupo de Notables conformado por Pepe Mujica y Felipe González ha afectado seriamente las posibilidades de una implementación integral y se ha impuesto una visión reduccionista, limitada a la reincorporación de la base guerrillera. Además, es evidente que fracasa la protección de líderes sociales y excombatientes y disminuye la inversión del Estado en los 170 municipios Pdets, ahora con la excusa de la pandemia.
Por ello, resulta oportuna la propuesta de los voceros del Gobierno de buscar acuerdos en torno a las prioridades de la implementación. Sin caer en los extremos de un lado y otro, se podrían escoger unos puntos concretos para trabajar de manera concertada entre el Gobierno, Farc, Naciones Unidas, comunidad internacional y los partidos y organizaciones sociales partidarias del acuerdo. Así se le daría un impulso real. Una propuesta similar planteamos al consejero Archila en febrero pasado, en la alcaldía de Bogotá, en una cumbre de gobernadores y alcaldes. Es una idea viable en la medida en que participen las dos partes firmantes del acuerdo, Estado y Farc, y que no se insista en su modificación.
Sin embargo, parecen esfumarse las buenas señales del Gobierno que se recibieron con esperanza y buen ánimo. Como hace cuatro años, el expresidente Uribe, jefe político indiscutible de quienes nos acompañaron a esa reunión, salió esta semana a descalificar a los funcionarios y reiteró la necesidad de acabar con la JEP. Su bancada ya anuncia la radicación en el Congreso de nuevos proyectos en ese sentido. Queda clara, entonces, la posición del Centro Democrático y su propósito de mantener la polarización alrededor de la paz hasta el 2022. Ministro y Consejero sostuvieron una tesis bien distinta. ¿Se mantendrán? ¿A quién le creemos: a Carlos H. Trujillo y Archila o al jefe político del Gobierno?
JUAN FERNANDO CRISTO