El momento de mayor popularidad de Uribe y su gobierno en la década pasada coincidió con las mayores crueldades y barbarie de las Farc. Quienes no acompañaban al expresidente en esa época pasaban automáticamente a convertirse en sospechosos de ser cómplices de una guerrilla que generaba rechazo unánime por sus atrocidades. Basta con recordar la movilización del 4 de febrero del 2008, cuando millones de colombianos salimos a marchar en su contra. El Eln, más de 10 años después, hace ahora méritos para llenar ese espacio dejado por las Farc con su actitud demencial y violenta. Se niegan a aceptar la incontrovertible realidad de que los tiempos de la lucha armada ya pasaron y todos los colombianos condenamos sus acciones criminales.
Hablan todos los días de la necesidad de un diálogo que permita superar el conflicto armado, pero es cada vez más evidente que no están preparados para abandonar la violencia. Los hechos de guerra, crueles y totalmente injustificados, desmienten de manera categórica su retórica hueca y vacía de búsqueda de la paz. La línea radical y guerrerista de los elenos hace tiempo ganó el pulso a quienes sí están dispuestos a una verdadera negociación política. Cada día es más evidente que los cabecillas del frente nororiental, en Norte de Santander y Arauca, y los del occidental, en el Chocó, dedicados a la minería ilegal y al narcotráfico, no tienen ninguna intención de abandonar sus lucrativas actividades criminales.
Esa división interna del Eln es la que ha impedido en las últimas décadas la concreción de algún proceso con ellos. Y ahora seguimos en las mismas, ante la imposibilidad de avanzar en las conversaciones con Duque, tras la frustración del cese bilateral que estuvo a punto de pactarse en los días finales del gobierno Santos. Mientras tanto, el Gobierno hace lo suyo para dificultar cualquier exploración de diálogo, al adoptar decisiones torpes que envían señales de no tener ningún interés, como la de desconocer los protocolos suscritos por el Estado y el Eln o la reciente de eliminar la figura de los gestores de paz.
Por eso nos encontramos hoy en un punto muerto, mientras las poblaciones de Arauca, Catatumbo, Nariño, Chocó y Cauca padecen cada vez con mayor intensidad los rigores de la guerra. La gente en estos territorios sufre por la demencia guerrerista del Eln, pero también por las equivocaciones y terquedad del Gobierno, especialmente de un alto comisionado que nadie sabe si está allí para facilitar la paz o para obstruirla.
Desde el atentado a la Policía Nacional, hace más de un año, el Gobierno suspendió cualquier acercamiento formal y exige, con razón, la liberación de los secuestrados y la renuncia a la práctica de este crimen para avanzar. Lo que sí resulta discutible es pretender un cese unilateral de hostilidades como requisito previo a una eventual mesa. Esa es, precisamente, una posibilidad que debe conversarse entre las partes. En la actual coyuntura son evidentes la incredulidad y desconfianza de los colombianos en la voluntad del Eln y en las posibilidades de éxito de un diálogo. Se requieren, entonces, hechos de paz contundentes de esta guerrilla, como en su momento lo hicieron las Farc. Hasta ahora ha sido imposible, y esa es una exigencia no solo del gobierno Duque, sino de los colombianos en general, más allá de cualquier consideración partidista. En esas condiciones se hace impensable iniciar un proceso formal con esta agrupación, que debe ser la salida de un conflicto que debemos superar de una vez por todas, y no esperar más muertos para intentarlo.
Si no lo hacen, seguiremos en el mismo círculo de violencia, y los radicales del Gobierno y el Eln se retroalimentarán en su discurso de odio. Si el gobierno Duque nos pretende hacer retroceder 15 años en la historia, encontró en el Eln su mejor aliado para lograrlo.
JUAN FERNANDO CRISTO