En 1892 se celebró en Madrid el cuarto centenario del ‘descubrimiento de América’, y hablo de una celebración porque eso es lo que fue: una fiesta pomposa y solemne en la que el ya desvencijado y terminal imperio español quiso botar la casa por la ventana para exaltar y evocar su ‘heroísmo y su gloria’, su ‘legado cultural’ en el Nuevo Mundo, su ‘obra civilizadora y su fe’. Y pongo las comillas porque sé lo problemáticas y ofensivas que son muchas de estas ideas.
Lo cierto es que la fiesta se hizo y fue o quiso ser apoteósica, no solo para los españoles sino también para los americanos: una sublimación de la ‘hispanidad’ (más comillas), ese concepto que nació allí como la síntesis de esa cultura de ida y vuelta entre la metrópoli y los reinos de ultramar: la cultura de un mundo que “aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, como luego diría, a propósito de otra cosa, el poeta nicaragüense Rubén Darío.
Rubén Darío, de hecho, fue uno de los invitados de honor a esa fiesta inaugural del hispanismo y su presencia en Madrid significó una revelación: el anuncio de que “América es otra cosa”, como dijo Germán Arciniegas, la exhibición de un espíritu en cuya sangre había mucho más, pero muchísimo más, que la herencia castellana, desde la poesía sa hasta el sedimento y las raíces de las lenguas aborígenes.
Es en el arte y sus relatos donde mejor se le puede medir el pulso y seguir el rastro al siglo XX latinoamericano, desbordado en sus fronteras y cuyo legado está más vivo que nunca.
En fin, y para hacer el cuento corto: en 1898, seis años después del delirio hispanista del 92, y es raro que casi nunca se asocien los dos episodios, el imperio español se acabó para siempre en una guerra que iba desde Cuba y Puerto Rico hasta las Filipinas: la última guerra de independencia del siglo XIX, que fue el siglo de las guerras de independencia; el famoso ‘desastre del 98’ que tanto marcó a España y aún la sigue marcando.
Es más: pensamos en el 98 siempre con respecto a España pero nunca con respecto a Hispanoamérica y al hecho de que su convulso siglo XX también empieza allí, en el último desgajamiento del imperio. Como si por fin se cerrara esa historia de revoluciones que había empezado en 1808 y que atraviesa, cual río, todo el siglo XIX: el siglo de los próceres, las guerras civiles, las constituciones y la equívoca invención de la nación.
Porque el problema era ese, que la promesa del progreso y la república no se cumplió con las independencias; al revés. Y América (la América española, por lo menos) entraba al siglo XX con el deber tardío de definir su compleja identidad, para lo cual echó mano de toda clase de utopías: el modernismo, el indigenismo, el hispanismo, el nacionalismo católico, el socialismo, el fascismo, etcétera. En un momento, además, en el que Europa también se iba al abismo.
Sobre esto, y mucho más, es el libro descomunal y brillante que acaba de publicar el ensayista colombiano Carlos Granés. Se llama Delirio americano y es la reseña de todos los proyectos políticos y culturales que han jalonado nuestra historia –la historia de ‘Nuestra América’– desde 1898 hasta hoy. Con agudeza y erudición, con un estilo lleno de gracia y de belleza, Granés desentraña el mapa y laberinto de todas las corrientes estéticas que aquí florecieron.
Su hipótesis es esa, entre otras cosas, que es en el arte y sus relatos donde mejor se le puede medir el pulso y seguir el rastro al siglo XX latinoamericano, desbordado en sus fronteras y cuyo legado está más vivo que nunca. Mejor dicho: el libro de Granés es ambicioso y polémico, como tienen que serlo los grandes libros, una síntesis histórica magistral con la que muchos dialogarán y discutirán y se enfrentarán, ojalá, pero que desde ya es imprescindible.
Y me alegra mucho por él, porque además es una gran persona. Pero más me alegra por sus lectores, que se van a encontrar con una joya.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN