No es propiamente una historia de éxito. Atañe más bien a uno de los mayores despilfarros políticos recientes, un batiburrillo de riñas fatigantes. Una de sus facetas es una pretendida coalición colmada del deseo de que la pureza de intención sustituya al conocimiento político. En otra, es el manzanillaje a flor de piel, con zorros en el gallinero dispuestos a todo con tal de hacerse con una candidatura.
Una coalición con una abultada chequera cundiboyacense en la que no se responde las acusaciones de clientelismo, sino que se contraataca con recriminaciones sobre privilegios y nepotismo de los hermanos Galán; en la que no se sabe si el apoyo a Fajardo estaba supeditado a que sus más cercanos callaran frente al neoclientelismo capitalino. En la que tampoco se adivina si el pobre candidato Amaya, digo el otrora, con el artilugio de la ruana, era un simple comodín; si el candidato es Gaviria o realmente es un envite lento y escurridizo para terminar donde el amigo de la izquierda radical.
Porque eso es lo otro, o uno de los más evidentes problemas de abogar por una de las candidaturas de la Esperanza, y es que es una amalgama de oportunismo con exceso de veleidad política y poco de doctrina, en la que el votante puede terminar sin saber para quién trabajó. Lo dije hace unos meses y lo repito, los caballos de Troya del petrismo elegidos el 13 de marzo, pero con votos de la Esperanza, van a dinamitar al candidato de la coalición de centro y a acarrear el mayor número de discípulos hacia el Pacto Histórico. La única forma de paliar ese desangre será con varios millones de votos, y eso está en veremos.
Si Fajardo no fuera una verdadera amenaza y una propuesta distinta, hace rato el liberalismo tendría candidato presidencial y la elección estaría entre la izquierda radical y los mismos de siempre.
Pero en medio de un panorama un poco penoso, si algo de esperanza queda en la Esperanza es Sergio Fajardo. No digo que sea un Winston Churchill o un Konrad Adenauer, no. Es más, es un hombre porfiado que debe corregir algunos de sus presupuestos políticos. Y es que, si bien no puede dar marcha atrás en la intención de transparentar la relación con el Congreso, es ingenuo creer que en un eventual gobierno suyo se podría manejar igual que con los 21 concejales de Medellín o los 26 diputados de Antioquia. Los riesgos de gobernabilidad no tienen punto de comparación y hay diferencias hasta operativas; es que serán 296 parlamentarios.
También resulta innecesario cerrar la puerta a todos los congresistas que hayan acompañado al gobierno Duque, pues hace casi imposible ganar en una eventual segunda vuelta. Igualmente, se confunde si cree que puede ser suficiente con irradiar confianza o el mantra de no polarizar. A Fajardo no solo le falta ser más asertivo en ocasiones, cargarse de tigre de vez en cuando, salirse de los chiros si se quiere, sino que ningún concurso o competencia puede compararse con una elección presidencial. En este caso, el triunfo es apenas una cuota inicial que exige una póliza de ímpetu para dirigir un país complicadísimo como pocos.
Pero no me cabe duda de que Fajardo lo tiene, y mucho. Por algo Petro lo ha tenido como su obsesión; lo han perseguido desde las trincheras de no pocas entidades públicas; ha tenido y sabido enfrentarse a los mayores politiqueros de Antioquia y al expresidente Gaviria, quien terminó por justificar en Caracol TV el ‘clientelismo en sus justas proporciones’. También ha sabido enfrentarse al caos de mandatarios como el de Cali y tomar distancia o no doblegarse frente al desgobierno de Bogotá. Si Fajardo no fuera una verdadera amenaza y una propuesta distinta, hace rato el liberalismo tendría candidato presidencial y la elección estaría entre la izquierda radical y los mismos de siempre.
Por eso, si se trata de votar o botar el voto, Fajardo es más que la mejor opción, si no la única. Por lo menos, puede recrear y hacer diferente el tramo a la primera vuelta y posiblemente el de la segunda. Claro, porque para ganar tendría que producir un timonazo a su campaña y reordenar las huestes de esa coalición con el golpe de autoridad de un voto masivo de opinión. De lo contrario, el país estará invariablemente en la eterna sin salida presidencial.
JOHN MARIO GONZÁLEZ