En una sesión de la Comisión de la Verdad sobre narcotráfico y paramilitarismo sostuve que Carlos Castaño inició en 1994 un nuevo proyecto paramilitar en Colombia. Su idea era construir un ejército contrainsurgente mucho más grande y capaz que los existentes. El éxito del proyecto se vio plasmado en la creación de las Auc en 1998, que superaría en los años siguientes a las Farc en tropas y territorios bajo control.
Sostuve también que detrás del proyecto de Castaño había un interés político de negociar con el Estado como contrainsurgente y resolver sus problemas judiciales por sus vínculos con el narcotráfico y demás delitos cometidos cuando fue parte del cartel de Medellín. Así lo vieron también muchos paramilitares vinculados al narcotráfico. Es más, muchos narcotraficantes pagaron para hacerse con un espacio en el proceso de paz con las Auc.
En general, esta versión fue aceptada en la sesión. No obstante, hubo muchos desacuerdos en las formas como ocurrieron. Para María Teresa Ronderos, una de las periodistas que más han investigado el fenómeno, autora de Guerras recicladas, un libro de referencia en el tema, el proyecto de las Auc no pudo haber sido el resultado de una estrategia elaborada por Carlos Castaño. Fue, por el contrario, una construcción muy bien fabricada por otros personajes. De acuerdo con ella: “Castaño era un sicario, era un tipo además drogadicto, que la mitad del tiempo vivía perdido, que tomaba en exceso, (...) con muy poca capacidad de sentarse a hacer planes estratégicos a cinco años”.
Creer que los paramilitares fueron marionetas de las élites es desconocer la abundante evidencia que hay de su papel autónomo en el conflicto.
Este punto en cuestión, que detrás de los paramilitares había gente más importante, capacitada, entroncada con las élites nacionales, es recurrente en muchos ejercicios de memoria histórica. El papel de los bandidos es reducido al de marionetas de actores más poderosos que los necesitaban para llevar a cabo una guerra contrainsurgente de carácter irregular.
Es aquí donde coincide la interpretación que muchos hacen actualmente del paramilitarismo con la interpretación que los rebeldes hicieron, en su momento, de los narcotraficantes. Al verlos como puro lumpen, sin mayor capacidad de agenciar transformaciones sociales y enfocados puramente en el lucro personal, procedieron a expropiarlos sin medir las consecuencias. La arrogancia de sentirse moralmente superiores, por ser luchadores de una causa revolucionaria, no les dejó ver que la humillación causada a los narcotraficantes iba a ser respondida con la organización de ejércitos privados, capaces de ejercer control social y territorial y de establecer, como un actor autónomo, alianzas con el resto de actores políticos y militares que definieron la sangrienta historia de Colombia de las últimas décadas.
Creer que los bandidos equivalen a simples marionetas es calificarlos, a priori, como incapaces y desconocer la abundante evidencia que hay sobre su papel como agentes que fabrican la historia. Es pasar por alto que Pablo Escobar fue capaz de organizar un ejército urbano y hacerle la guerra al Estado para obligar a incluir la no extradición en la Constitución de 1991, que el cartel de Cali fue capaz de organizar una red de corrupción que envolvió en su momento al grueso de la clase política del país y que contribuyó a llenar a Colombia de cultivos de coca con el permiso de las Farc, que unos exintegrantes del cartel de Medellín organizaron una confederación de ejércitos privados que gobernó durante casi una década una gran parte del país. Y esos son solo los casos más obvios.
No es casual negar el papel protagónico que tuvieron los bandidos. Equivale a decir que el conflicto no fue solo una guerra entre oligarquías nacionales e insurgencias, sino que la resistencia a la revolución también vino desde más abajo que el origen social de los líderes guerrilleros.
Gustavo Duncan