El Gobierno ya venía mal. Eran notorias la deficiencia en la gestión de muchos ministerios y la pérdida de capital político por la proposición de reformas que no gozaban de suficiente respaldo social y consenso entre los especialistas. Las encuestas lo advierten. Una caída de la popularidad a niveles del 30 % es un mal síntoma para un gobierno que aún no cumple su primer año.
Para rematar, la situación entró en un nuevo nivel de convulsión con el escándalo de Sarabia y Benedetti. Lo que comenzó con la pérdida de un dinero de la jefa del gabinete y el interrogatorio a su empleada doméstica ya va por la financiación de la campaña presidencial. Se viene una crisis para el Gobierno que, en el mejor de los casos, va a afectar su gobernabilidad solo en el mediano plazo si pronto se calman las aguas. Si no logran apaciguar a Benedetti y si la justicia encuentra pruebas más allá de su testimonio, la crisis puede ser honda e ir para largo.
La oposición, por supuesto, encuentra en el escándalo una oportunidad que no va a desaprovechar. De aquí hasta la próxima campaña presidencial le van a sacar en cara a Petro el episodio de Benedetti. A falta de construcción de una narrativa propia que capture la atención del debate público, la oposición tiene en la construcción de un discurso anti-Petro un medio para posicionarse ante la opinión como en su momento se hizo con el discurso anti-Uribe.
Poner orden en el Gobierno es hoy más importante que las confrontaciones políticas, en las que Petro ya muestra una clara desventaja.
La falta de resultados y el desgaste del capital político que implican las reformas ya de por sí eran buenos argumentos para construir un discurso anti-Petro. Ahora con las dudas que generan los audios y las entrevistas de Benedetti se les suma la causa anticorrupción. Tanto así que desde la propia centroizquierda despuntan críticos que van a hacer campaña presidencial con la decepción que significa el actual gobierno para los sectores excluidos, aquellos que, en teoría, iban a ser reivindicados. Nada raro que la candidatura de figuras como Sergio Fajardo o Claudia López despegue por ese lado.
El grado de convulsión también se va a medir en el trámite de las reformas en el Congreso. El mensaje del Presidente a lo que le queda de coalición es que todo sigue igual. El esfuerzo político debe centrarse en las reformas, como hasta ahora ha venido ocurriendo. Sin embargo, hacer como si nada estuviera sucediendo funciona si el escándalo no crece. En un momento dado, el Gobierno no podrá obviar la crisis que tiene encima. La clase política se lo va a hacer saber en el Congreso y en las elecciones de octubre.
En parte, esto puede ser positivo porque eventualmente el país puede ahorrarse la aprobación de unas reformas que adolecen de viabilidad y pragmatismo, en que la pura ideología pesó más que la racionalidad y la evidencia en su formulación. Son válidos los motivos para hacer reformas en salud, pensiones y contratos laborales, el país las reclama, pero las soluciones propuestas pueden llevar a situaciones sociales muy graves, en particular en la salud, por la pérdida de vidas y de calidad de vida.
Por otra parte, al país no le conviene un gobierno cuya legitimidad sea puesta en duda. La experiencia de Samper dejó como resultado una crisis política y de seguridad que todavía tiene consecuencias. Una cosa es evitar que Petro adopte salidas que cuestionen las instituciones liberales de la democracia, otra es tratar de impedirle que gobierne o, lo que es peor, tratar de sacarlo del cargo a las patadas.
Son tiempos convulsos en que van a necesitarse estadistas, líderes que pongan por encima de sus ambiciones políticas la situación del país, empezando por el propio presidente Petro. La búsqueda de consensos para poner un poco de orden en el Gobierno es hoy más importante que llevar a confrontaciones políticas innecesarias, en las que ya muestra una clara desventaja.
GUSTAVO DUNCAN